Propiedad



Es la capacidad de tener, usar y disponer de una cosa, como propia, con exclusividad. Los argumentos para defender la conveniencia de la propiedad privada, ya fueron expuestos por Aristóteles, y confirmados por Santo Tomás:

·      Cada uno cuida con más solicitud lo que le pertenece exclusivamente, que aquello que es propiedad común de todos o de muchos.
·      Existe más orden en la administración de los bienes, cuando se confía el cuidado de cada cosa discriminadamente a diversas personas, al paso que existiría confusión si todos se ocuparan indistintamente de todo.
·      La paz entre los hombres, está garantizada mejor si cada cual está satisfecho con lo que le pertenece: la experiencia muestra que surgen diferencias y dispustas entre los que poseen una cosa en común e indivisa.

Reflexionaba León XIII: “Los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo.” “No hay nadie que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad.” (RN, 33)

La Iglesia siempre ha defendido, con energía, que la propiedad privada de los bienes materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es fundamental para la paz y la prosperidad sociales. En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera proyección de su naturaleza en el campo de los bienes económicos, de los cuales ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad privada y personal sobre tales bienes.

No obstante lo señalado, el derecho de propiedad es un derecho secundario o derivado. En efecto, y pese a su carácter de atributo fundamental de la persona, la propiedad se inscribe entre los derechos que hacen a la conservación de la existencia. El derecho a la conservación de la propia vida es un atributo radical primario, de todo ser humano por el solo hecho de ser tal. De la tendencia natural a nuestra conservación, deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de los bienes necesarios a dicha subsistencia; si el hombre no puede vivir sin utilizar y consumir bienes materiales, el derecho a la vida sería una mera ficción si no involucrara la disponibilidad efectiva de los bienes básicos indispensables.

Este derecho natural a la libre disposición de los bienes es anterior al derecho de propiedad privada sobre los mismos. En esta perspectiva, el derecho de propiedad se sigue a manera de medio indispensable para asegurar más eficazmente la libre disposición de bienes para todos los hombres. Esta reflexión pone de manifiesto la gravedad del error liberal, según el cual la propiedad no admite limitación alguna so pena de verse destruida en los hechos. Por el contrario, el orden natural señala que este derecho no es un derecho absoluto sino subordinado a otro aún más fundamental y anterior, como lo recuerda Juan XXIII:
   “...el derecho de todo hombre a usar de los bienes materiales para su decoroso sustento tiene que ser estimado como superior a cualquier otro derecho de contenido económico y, por consiguiente, superior también al derecho de propiedad privada.” (MM, 43)

El derecho de propiedad se ejerce sobre dos tipos de bienes:
a) los llamados bienes de consumo, que son aquellos objetos cuya utilización implica su desgaste y destrucción, como los alimentos o la vestimenta;
b) los bienes de producción, que son aquellos que no están destinados al consumo, sino que se emplean en la producción de otros bienes, por ejemplo las máquinas.

Otra distinción importante es la existente entre propiedad privada y propiedad pública. La primera corresponde y es ejercida por los individuos y grupos intermedios de la sociedad.
La propiedad pública, constituye el patrimonio del Estado, el cual reserva ciertos bienes materiales sustrayéndolos a la apropiación individual.

Podrá dudar alguien si no bastaría, para asegurar el respeto pleno del hombre, reconocer la propiedad privada sobre los bienes de consumo. La respuesta es terminante: no basta el reconocimiento a disponer de los bienes de consumo; la propiedad privada ha de extenderse a los bienes de producción. Así lo recuerda la Encíclica “Mater et Magistra”:
   “...la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluída la de los bienes de producción, se viola o se suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales...”. (MM, 109)

Si en la actividad económica, los particulares no pudiesen formar empresas y tomar iniciativas propias, el margen de libertad en este plano sería muy limitado, pues las grandes decisiones en cuanto a precios, intercambios y producción de bienes, quedarían reservadas siempre al sector público.

En la propiedad privada, deben distinguirse dos aspectos:
a) El dominio: es la capacidad de gestión y disposición sobre las cosas propias. Corresponde exclusivamente al propietario, quien decide sobre sus bienes de acuerdo a su propio juicio y sólo frente a su conciencia. Se trata de un verdadero poder estable y personal que no está subordinado a un poder jerárquico superior del cual dependería para tomar sus decisiones.
b) El uso y goce de las cosas mismas: el Concilio Vaticano II ha ratificado la doctrina tradicional de Santo Tomás, que en cuanto al uso,  el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino como comunes, de tal manera que el propietario fácilmente comunique (comparta) las cosas con los demás, si las necesitan.

“Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás.” (GS, 69)


Función social de la propiedad

Si el liberalismo fue sensible al hecho de que si se traba la iniciativa privada, no habrá producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron otra verdad parcial, a saber, que el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades sociales. El error de ambos planteos, es haber desconocido que ambas afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente complementarias.

En efecto, falto de regulación moral adecuada, el individuo tiene a subordinar a sus intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado por el individualismo liberal- trae aparejada toda clase de abusos e injusticias. Quien posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno, con el objeto de aumentar las propias ganancias, como lo atestigua la historia.

Tales situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad. Este concepto complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo a la satisfacción de las necesidades individuales, sino también al bien común de la sociedad política. Los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas aquellas actividades y servicios de utilidad común, que son indispensables a la buena marcha de la sociedad. El régimen impositivo es un ejemplo claro del ordenamiento a los fines sociales.

Pero la función social no se agota en dicha contribución. La rentabilidad de los bienes, en especial de los bienes de producción, ha de ordenarse a proporcionar a todas las familias y sectores sociales un nivel de vida adecuado y una seguridad contra los riesgos vitales (enfermedad, muerte, etc.). Ello requiere una justa distribución de los ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política. Por eso, Juan Pablo II, en el discurso inaugural de la Conferencia Episcopal de Puebla (1979), afirmó que sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social.




La doctrina reconoce que existen bienes sobre los cuales nadie tiene derecho sino el mismo propietario. Tales bienes son los llamados necesarios, en cuanto de ellos depende la existencia, la vida, el desarrollo de la persona del propietario y su familia.
Estos bienes necesarios, abarcan no sólo los que mantienen la vida (alimentación, vestido, vivienda), sino también los necesarios para mantener el nivel de vida habitual del propietario y su familia, y afrontar gastos inevitables (enfermedades, viajes de estudio, etc.).

Los bienes que no sean necesarios, se denominan superfluos. Sobre los bienes necesarios, el derecho del propietario es pleno. No así sobre los bienes superfluos; en caso de necesidad extrema de otra persona, que pone en peligro su vida o su salud, cede el derecho natural -secundario- de propiedad, frente al derecho natural -primario- de todos los hombres a utilizar aquellos bienes que les son necesarios. En estos casos de extrema necesidad, el indigente tiene derecho a disponer del bien necesario, aunque pertenezca a otra persona, sin que esta utilización pueda ser encuadrada como un robo o un hurto, pues la necesidad hace común dicho bien.

Como enseña Sto. Tomás: “Las cosas que alguien tiene sobreabundantemente se deben por derecho natural al sustento de los pobres.” Por eso, en caso de indigencia grave del prójimo, es de justicia dar de lo superfluo; y por caridad, ayudar incluso con una parte de los bienes que no resulten absolutamente necesarios.

Pío XI, en la Encíclica “Quadragesimo Anno”, afirma:
“Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida, sino que, por contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un lenguaje de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.” (p. 50)

En el orden nacional, el Estado deberá cuidar que todos los miembros de la comunidad reciban y puedan obtener con facilidad, los bienes necesarios. Y sobre los superfluos, podrá orientarlos cuando vea que la distribución no se hace con la debida facilidad, a través de la aplicación por parte de los mismos propietarios, al fin social. Cuando el propietario descuida el compartir sus bienes y la discreción en el uso de los mismos, la sociedad tendrá derecho a intervenir en defensa de la destinación universal de los bienes.

De aquí nace la función rectificadora del Estado acerca de la propiedad privada. Solamente en esta circunstancia, en cuanto que el propietario olvida la finalidad social de los bienes, puede aceptarse la expropiación de los mismos.
Pero, aún en esos casos, de mal uso o de no uso de los bienes, no se pierde el dominio sobre los mismos del propietario. Sino que surge para el Estado un derecho superior, fundado en el bien común, que es el de corregir el uso.


No basta, por cierto, reconocer jurídicamente el derecho de propiedad, sino se verifica en la realidad el derecho a la propiedad. En palabras de Juan XXIII:
 “No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de ese derecho.” (MM, 113)



Hoy, más que nunca, existe la posibilidad de difundir la propiedad, pues los recursos técnicos y el mayor dominio de los recursos naturales, permite, si se aplica una adecuada política económica y social: “...el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.” (MM, 115)