Vivir según la voluntad de Dios implica
la decisión de formarse de cuerdo «al estado de hombre perfecto, a la madurez
de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), es decir«a revestirse del Hombre Nuevo,
creado según Dios, en la justicia y santidad verdaderas» (Ef4,24)
Esta decisión de formarse es
imprescindible. Cimentado sobre ella el hombre puede ordenar cada hora y cada
minuto de su vida hacia su fin último. No tomar esta decisión es servir a dos
señores y formarse en una personalidad dividida y doble, en cuento que se ha
hecho una opción por Dios, pero no se busca concretarla con hechos. Cuanto más
sólida es la opción fundamental, más sólida es la decisión de formarse bien.
Formarse no sólo en algunos aspectos, sino en una formación integral que
abarque todo el hombre en todos los momentos de su vida.
En esta formación es sumamente importante
la armonía e integración de los diversos aspectos de la personalidad, el
desarrollo armónico de los componentes de la personalidad, buscando un
crecimiento en las áreas de la formación integral de la persona: espiritual,
humana, intelectual y apostólica - social.
a) En la dimensión espiritual,
alcanzando por la vida de Gracia y el ejercicio de las virtudes teologales, una
relación personal de amor con Dios, Padre, redentor y Amigo cercano.
b) En la dimensión humana, desarrollando
las capacidades, virtudes y actitudes que les permitan llevar una vida acorde
con su relación personal con Dios, formando una conciencia recia que equilibre
nuestras facultades, de modo que la razón y la voluntad dirijan las pasiones y
sentimientos.
c) En la dimensión intelectual,
adquiriendo los conocimientos que nos sirvan para aplicar y actuar
reflexivamente los principios de nuestra fe, logrando que la razón, iluminada
por la fe, guíe toda nuestra vida.
d) En la dimensión apostólica y social,
comprometiéndonos de una manera personal y eficaz en las tareas de colaborar
activamente en el bienestar de los demás y de hacer partícipes a los demás
hombres de nuestra amistad con Cristo, colaborando dentro de la Iglesia en la
extensión del Reino de Cristo en el mundo.
Para poder formar una personalidad
madura, partimos de principios fundamentales que nos ayudan independientemente
del estado o condición de vida que tengamos.
El primer paso en la tarea de la
formación de una personalidad madura se encuentra en la triada conócete,
acéptate, supérate.
Conócete
El que quiere formarse bien según un
ideal elegido tiene que prestar una atención cuidadosa y tenaz para conocerse a
sí mismo a fondo. Conocerse significa tener una visión integral de sí mismo que
abarca todas las facultades enfatizando sobre todo el conocimiento del propio
temperamento, la emotividad, el grado de actividad, la resonancia y la
capacidad de reflexión.
Está claro que los temperamentos son
diversos, por eso cada uno lleva su propio bagaje de cualidades o defectos y de
valores por descubrir. Hay que conocerlos, no sólo a través de una reflexión
serena, sino también con la ayuda de los demás, escuchando con objetividad lo
que dicen. Ciertamente este conocimiento no se logra en un día ni en un año. Es
preciso formar, entonces, el hábito del autoanálisis y la apertura a las
sugerencias y ayudas de los demás, aunque a veces no sean muy agradables.
Acéptate
La reflexión y la introspección revelan
defectos hasta entonces desconocidos, pero también descubren cualidades y
posibilidades de superación. La actitud que se debe adoptar no puede ser sino
la de serena aceptación. Es importante recordar que nuestro ser no es una carga
pesada o un castigo sino un fruto del amor infinito y bondadoso de Dios.
Supérate
La aceptación de sí mismo, que no es
resignación derrotista ni conformismo egoísta, debe llevar al hombre a la
decisión profunda y permanente de superarse. Esto se hace tomando una actitud
responsable y conquistadora ante la vida; una disposición positiva que lleva a
la persona a vivir, no según los sentimientos y las circunstancias pasajeras,
ni mucho menos según la opinión de los demás, sino de cara a Dios. Tomando los
diversos momentos de la vida como lo que son: respuestas al amor de Dios.
Este es el verdadero sentido de la
responsabilidad: querer guiar la propia vida, en todos sus detalles, según los
preceptos de Aquél en quien se tiene puesta la confianza (cf. 2 Tm 1,12).
Es este tipo de hombre al que se llama
coherente, sincero, leal; en una palabra, auténtico. La presencia de los demás,
no es el factor determinante de su obrar sino el amor a Dios mismo. El hombre
maduro integral vive todos los acontecimientos desde el punto de vista de su fe
en Dios, por eso sabe apreciar las cosas más sencillas de su vida.
Un punto importante es el que se refiere
al espíritu positivo, es decir, el objetivo del esfuerzo no es superar un
defecto, sino amar más y adquirir perfección en la virtud. La actitud no debe
ser “malum vitandum”, solamente,
sino “bonum facendum”. Se
trata de hacer el bien, no de evitar el mal solamente
Hasta ahora hemos hablado de la parte
humana de este trabajo. No hemos de olvidar que el trabajo de identificación
con Cristo sobrepasa completamente nuestras posibilidades humanas. Necesitamos
la ayuda de Dios. La tenemos en el Espíritu Santo que Cristo nos prometió en la
Última Cena.
Él, como artífice y guía, con la acción
de la gracia nos va transformando e iluminando en nuestro trabajo.
En la medida en que nos prestemos a la
acción divina, nos acercaremos más a nuestro divino modelo, Jesucristo. Seremos
más maduros como cristiano cuanto más unamos nuestros esfuerzos a la acción de
la gracia.
El verdadero trabajo de transformación
lo realiza el Espíritu Santo, pero se vale de nuestro trabajo para lograrlo.