El líder verdadero cultiva la confianza, la valentía, la tenacidad y la paciencia


por D. Alfonso López Quintás


Saber que uno está en vías de conseguir el ideal otorga una gran confianza en el camino emprendido. Esta confianza nos permite vencer el miedo a los obstáculos y al fracaso, y nos inspira una prudente audacia, actitud que supera la pusilanimidad de la cobardía y modera el ímpetu extremoso de la temeridad. Esta energía equilibrada se define como valentía.

El líder no debe ser nunca apático, cobarde o pusilánime, sino valiente y magnánimo. Ha de ser constante en su empeño, porque la constancia es la forma de llegar muy lejos un ser finito, limitado, ya que insistir es profundizar. Los genios fueron- de ordinario-, tenaces trabajadores.

Con la tenacidad y la constancia va unida estrechamente la paciencia, no entendida como la mera capacidad de aguante sino como la voluntad de ajustarse a los ritmos naturales. Aguantar es propio de muros y columnas, que son realidades físicas; ajustarse a un ritmo es una actividad creativa. El ejercicio de la paciencia es una actividad que se realiza en un nivel superior a aquel en que se da el aguante. El líder debe ser paciente en el trato con las personas a quienes guía porque la relación interpersonal sólo es fecunda cuando es respetuosa y reversible, de doble dirección. Respetuosa, porque las personas guiadas deben tener capacidad de iniciativa para recibir activamente las posibilidades que el líder les otorgue en uno u otro aspecto. Reversible, porque guiar no es arrastrar, sino sugerir el camino que una persona debe seguir lúcida y libremente, por convencimiento íntimo, para llevar a pleno desarrollo sus mejores capacidades y realizar el ideal de su vida.

En consecuencia, la actitud paciente implica no inquietarse cuando una persona siga un ritmo de crecimiento más lento de lo que deseamos y superar la tentación de llevarla en volandas, asumiendo nosotros la tarea que debiera realizar ella para ganar madurez. Esta ayuda precipitada reduce dicha persona a una especie de objeto que necesita ser perfeccionado. Con ese procedimiento podemos, tal vez, aliñar su figura, mejorar su imagen externa ante la sociedad, pero no habremos logrado que madure como persona.

El buen líder es paciente, sabe esperar. Siembra a menudo para que otros recojan. Renuncia muchas veces a cosechar él los frutos. Es hombre de fe y de esperanza; confía en que la semilla va a fructificar, pues todo germen acaba desarrollándose, aunque uno no llegue a verlo. Es arduo trabajar así, en la oscuridad de la fe, pues solemos preferir las ganancias inmediatas, pero el líder procura liberarse del apego a lo inmediato y rápido pues sabe que la formación supone un proceso de maduración y éste sigue un ritmo lento, apto para asentar bien las bases y articular debidamente las fases del desarrollo. Hoy deseamos conseguirlo todo de forma expeditiva. Los medios de comunicación imprimen a su actividad un ritmo trepidante a fin de conseguir efectos drásticos y no nos dan huelgo para abordar los temas con la debida calma. De ahí que apenas nos ofrezcan posibilidades de maduración intelectual y espiritual.

Afanoso de multiplicar su eficacia en bien de los demás, el líder se toma el tiempo necesario para animar a las personas a colaborar, les ofrece vías de acción fecundas, las entusiasma con las tareas a emprender, por ejemplo en el campo del voluntariado. Hay dirigentes que son buenos administradores de las estructuras ya establecidas, pero no promueven el poder de iniciativa de los ciudadanos en orden a mejorar la situación actual. No son líderes. Más bien frenan el ímpetu de los subordinados por un concepto alicorto de la autoridad. El verdadero líder, aunque no tenga mando, se esfuerza en perfeccionar a quienes le siguen, y esta eficacia le otorga autoridad. Por ser competente y eficaz de modo desinteresado, leal, respetuoso de la libertad de los demás y afanoso de su bien, suscita en las gentes un sentimiento de confianza incondicional.