Los derechos, un don


Fuente: Revista Alfa y Omega

“Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…»

Así dice el mismo inicio del Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuyo primer artículo ya se afirma: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

Tras la terrible tragedia de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas ponían la mirada allí donde jamás debe retirarse, si de veras se quiere la vida y no la muerte, la paz y no la destrucción: en la dignidad inviolable de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y por ello se habla de familia humana y de fraternidad.

Proclamaba Benedicto XVI ante la Asamblea de la ONU en Nueva York: «Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre», y reconocía que «la Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales».

Pero se veía obligado a añadir: «No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares».

Es decir, las antípodas de lo universal. Con lo que se vuelve a esa situación inhumana causante de tantas guerras y tanto dolor en el mundo.
¿Y cuál es tal situación sino el rechazo del cristianismo? No nos engañemos, la Declaración de la ONU no puede siquiera imaginarse sin el hecho cristiano.  Muchos siglos ya de cristianismo han hecho percibir que el ser humano, por el hecho de serlo, tiene una dignidad inviolable, y que toda una serie de exigencias de la justicia son evidentes e indiscutibles. Tal percepción, sin embargo, suele apropiársela, como conquista suya, la modernidad, que se permite incluso acusar a la religión católica de atentar contra los derechos humanos. Basta una mínima observación de la realidad para desmentirlo, y no porque los católicos no cometamos errores, sino porque esa dignidad del ser humano, al margen de lo que nos ha revelado Jesucristo, se ignora ante cualquier tipo de intereses o conveniencias. ¿No estamos viendo cómo, con progresivo descaro, hoy se desprecia la vida humana ahí, precisamente, donde con mayor evidencia es su inviolable dignidad, y sólo ella, lo que aparece ante nuestros ojos, en los más débiles e indefensos?

¡Bien claramente lo advertía el Papa Juan Pablo II, al cumplirse el 50 aniversario de la Declaración de la ONU, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, del 1 de enero de 1999, bajo el título El secreto de la paz verdadera reside en el respeto de los derechos humanos! He aquí sus palabras:

«La historia contemporánea ha puesto de relieve de manera trágica el peligro que comporta el olvido de la verdad sobre la persona humana –¡Imagen y semejanza de Dios!– Están a la vista los frutos de ideologías como el marxismo, el nazismo y el fascismo, así como también los mitos de la superioridad racial, del nacionalismo y del particularismo étnico».

Y añadía lo que cada día se hace más evidente, -por mucho que no quiera reconocerlo la endiosada cultura dominante-, por algo tan certeramente calificada de muerte por el propio Juan Pablo II:

«No menos perniciosos, aunque no siempre tan vistosos, son los efectos del consumismo materialista».

Es necesario, hoy más que nunca , reivindicar, como hacía el Papa, la auténtica Declaración Universal de los Derechos Humanos, que, sin duda, «es muy clara: reconoce los derechos que proclama, no los otorga; en efecto, éstos son inherentes a la persona humana y a su dignidad».

Antes que nada, ciertamente, son un don, y por eso no hay deber más sagrado que el de respetarlos y cuidarlos, empezando por el primero de todos, el que hoy es más terriblemente pisoteado: el derecho a la vida. No puedo esclavizarme, desde luego; ni tampoco matarme. «La conciencia –decía el cardenal Newman– tiene unos derechos porque tiene unos deberes». ¿La razón? Pertenezco a Otro, mi Hacedor, Quien, lejos de esclavizarme, es la única garantía de mi libertad y la de mis hermanos.