por Francesco
Alberoni
(sociólogo)
Para
una mujer enamorada construir y decorar la casa es un acto de amor.
Muy
a menudo es ella la que elige los distintos muebles y todos los innumerables
objetos que necesitarán en su vida futura. Los elige de modo que la casa le
guste a su marido, para que él se encuentre a gusto en ella, para que se sienta
bien en todo momento de su vida.
En
su mente ya ve dónde estarán sentados para ver juntos la televisión. Imagina la
habitación con el mantel bordado donde recibirán a los amigos, cuál será el
sitio del marido, cuál el suyo.
Y
luego el dormitorio, con las sábanas floreadas como los campos de primavera,
las preciosas colchas, las cálidas mantas y los edredones para el gran frío. Y
el cuarto para los niños que vendrán, del que ya imagina los empapelados de colores,
la suave moqueta para que no se hagan daño.
Luego
el baño en el que se recorta un poco de espacio para sí, para maquillarse, para
estar hermosa. Y el espacio para él, para la navaja de afeitar y su loción para
después del afeitado.
Luego
hay ambientes, como la cocina, en los que deberá trabajar sobre todo ella,
cómoda, espaciosa con todo lo que piensa que le podrá prestar servicio. Y
pensará en las comidas que podrá cocinar.
Si
luego el marido tiene una actividad intelectual, hará de modo que tenga su
estudio, mientras que, si es un deportista, encontrará espacios en el
guardarropa o en armarios especiales para sus objetos.
Al
decorar la casa la mujer expresa su visión del mundo, su ideal de vida privada
y el tipo de relaciones sociales que quiere instaurar. Pero sobre todo
despliega su cuerpo. Cada objeto es una parte de sí misma. Su piel termina con
el empapelado de las paredes, con las cortinas. Por esto es ella la que,
normalmente, se cuida de la casa, de su mantenimiento. Lo hace como si fuera su
cuerpo. Por esto no quiere que entren extraños si no está en orden,
presentable. Como no se mostraría ante extraños en chancletas, despeinada.
Y
como perfuma su cuerpo para sí, para el marido, así tiene horror de los malos
olores que puedan impregnar las cortinas, los divanes o la cocina. Y vigila que
no los haya. Vigila sobre la suciedad. Teme a los malos olores y a la suciedad
como si fueran enfermedades infecciosas. Por eso se pone de mal humor si la
limpieza hecha por la asistenta es superficial, si le cambia los objetos de
lugar, si estropea un tapiz o rompe algo a lo que ella atribuye un significado
simbólico particular.
Siente
el gesto indiferente, despreciativo de la otra mujer como una ofensa personal
que le cuesta olvidar. Como no olvida a un huésped torpe que le ensucia la
alfombra. Cada acto que afea su casa lo vive como una violencia personal. Si en
la casa entran ladrones lo vive como una violación, una profanación. Muchas
mujeres, después de un robo, ya no quieren vivir en aquellos ambientes, los
desinfectan, cambian la decoración.
Para
la mujer la construcción y la gestión de la casa es también una forma de
erotismo. Porque comunica su amor no solo cambiando de peinado, el maquillaje
de los ojos o poniéndose una blusa recién planchada, sino también haciendo la
cama con sábanas nuevas, poniendo flores frescas o esparciendo esencias
perfumadas por la casa. O bien preparando un plato que agrada a su marido.
A
menudo el hombre no comprende el refinado trabajo que la mujer lleva a cabo
para hacer la casa armoniosa y acogedora. No comprende que esa es una obra de
arte continuamente renovada, y que compromete su mente y su corazón. Y si entra
en la casa distraído, si tira su ropa sucia por ahí, ella lo percibe como
desinterés hacia su persona, como desprecio de su trabajo creativo, y se queda
amargada y ofendida.