Por Alfonso
Aguiló Pastrana
Como ha señalado Pascal Bruckner, quien
nunca haya experimentado el irresistible afán de hacer zapping durante horas y
horas, a veces tardes enteras, incapaz de sustraerse a la adicción a esa
secuencia continua de imágenes, no sabe aún de las seducciones y sortilegios de
la pequeña pantalla. En el televisor siempre están ocurriendo cosas, muchas más
que en nuestra propia vida, y es tal la hipnosis que puede llegar a producirnos
que acabaremos quemándonos como insectos alrededor de una bombilla. La
televisión no nos libera del agobio ni de la rutina, pero los convierte en una
amable tibieza, nos narcotiza.
Dentro de poco podrán captarse hasta
quinientos canales distintos, y con la aparición de los receptores de pulsera o
de bolsillo, ver televisión puede acabar siendo -más fácilmente que ahora- una
profesión a jornada completa. Su magia nos retiene, despliega auténticos
alardes de ingenio para atraer nuestra atención, es como una promesa permanente
de diversión, que suplanta todo lo demás, que hace que todo lo que no sea ella
se torne inútil, fastidioso.
Cuando se lleva ya unas cuantas horas de
zapping, la mente flota de un objeto a otro, seducida por mil ocurrencias que
la captan sin retenerla, en un delicioso mariposeo que nos transforma en
vagabundos, de un programa a otro, de un canal a otro. Así es la patología
espontánea de la televisión: la miramos porque está ahí, y una vez enganchados
a ella somos capaces de tragarnos cualquier cosa con una indulgencia sin
límites. Y al despertar de esa lenta hemorragia de uno mismo por los ojos, con
la cabeza saturada de ruidos, imágenes e impresiones fugaces y dispersas, se
experimenta una curiosa sensación de soledad y astragamiento, junto a una seria
dificultad para aceptar la realidad de la que habíamos logrado evadirnos por
unas horas.
Sin embargo, hasta el telespectador más
adicto sabe bien que después de la televisión le espera la vida real, y ése es
su gran drama. Por eso al consumismo televisivo no le reprochamos sólo su
simpleza o su superficialidad, sino sobre todo el incumplimiento de sus
promesas, el no hacerse cargo totalmente de nosotros, el dejarnos en la
estacada en el último momento.
Pero por muy errónea y decepcionante que
resulte tantas veces, quizá volvemos a ella como a la pendiente más fácil. A
pesar del hastío, bien conocido de otras veces, el adicto a la televisión
vuelve a ella, incapaz de desengancharse. Por eso, para algunos, ver la
televisión sólo exige de él un acto de valor -a veces sobrehumano-, que es
apagarla; y para todos, comprender que el mejor uso de la televisión es el
"autorracionamiento".
Quizá sea éste un buen ejemplo de las
decepcionantes consecuencias del exceso de comodidad o de afán por consumir, de
la falta de dominio de uno mismo. Quizá es que pretendemos la cuadratura del
círculo: ser personas acomodadas, adormecidas por las comodidades y, al tiempo,
personas activas, implicadas, despiertas. No cabe duda de que el desahogo
material es un gran progreso de la historia, pero tiene sus efectos perversos
contra los que es preciso alertarse; y parece que prevenirse contra el exceso
de comodidad es como un tabú que pocos se atreven a tocar. El exceso de confort
tiende a arrinconar los ideales y a reducir considerablemente el ámbito de
nuestras preocupaciones.
El peligro del consumismo no es tanto el
despilfarro como la voracidad que se apodera del individuo y lo reduce a su
merced. Su glotonería tiende a engullir ideales, creencias, ética, cultura,
historia... e incluso a su propia crítica: y ésa es la ironía suprema del
consumismo, hacernos creer que ha desaparecido cuando no hay ámbito que no
contamine.
¿La solución? Mantener a raya esa avidez
proteger los espacios que veamos que intenta acaparar en nuestra vida. Y en
aquellos otros en que ya nos ha ganado mucho terreno, pensar que nuestra
cercanía al abismo de la adicción -sea leve o grave- puede al menos habernos
ayudado a advertir sus riesgos y así comprender la necesidad de frenar esa
carrera.