El orden económico (IV) - Pobreza y Riqueza


Benedicto XVI


La mejor prueba de que un país no está desarrollado es la existencia de muchos pobres. Y ese dato también revela la avaricia de quienes no están dispuestos a compartir sus bienes superfluos. Al respecto, recordaron los Obispos argentinos la orden de Jesús a sus discípulos cuando se encontraron frente a una multitud desprovista de alimentos: “dadles vosotros de comer” (Mc 14,16)[1]. El mandato de Jesús a aquellos discípulos sigue dirigiéndose a sus seguidores de todos los tiempos y lugares, incluidos nosotros en la Argentina.

Siempre ha habido y habrá pobres, nos advierte la Sagrada Escritura (Dt 15,11), pero la situación actual del mundo, en que la mitad de la población está por debajo de la línea de pobreza, no tiene antecedentes y es el fruto de un orden económico injusto, promovido por concepciones ideológicas perversas.

 “Son muchos millones los que carecen de esperanza debido al hecho de que, en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado sensiblemente.” (SRS, 13)

Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originalmente a todos.

La respuesta cristiana a este grave problema, debe estar fundamentada en el principio de solidaridad, puesto que los bienes de la creación están destinados a todos. Esto no significa que cada pueblo no pueda reconocer, por medio del derecho, la apropiación individual de los bienes, para que no sean poseídos indiscriminadamente. Pero el derecho de propiedad no puede ser nunca absoluto; siempre estará subordinado al destino universal de los bienes. La solidaridad nos ayuda a ver al otro -persona, pueblo o nación- como un semejante, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios.

Juan Pablo II atribuye a la solidaridad un carácter fundamental, ya que inspira una sana organización política, en la que la preocupación por los más pobres ocupe un lugar preferencial. La solidaridad, como virtud, implica una lógica que ha de cultivarse, en confrontación con la lógica del individualismo; no es algo que conviene en sentido utilitarista, sino en sentido moral.

En realidad, la solidaridad se fundamenta en que todo individuo vive en deuda con la sociedad, el individuo es gestado por la comunidad. Reconocer esa deuda, es una cuestión de justicia. La solidaridad como virtud tiene su propio fin, que es el bien de la sociedad; no es, entonces, un sentimiento superficial por los males de tantas personas,  es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común.” (SRS, 38)

Es un fin inmanente, que no se cierra al fin trascendente de la sociedad como comunidad llamada a la salvación, sino que se implican mutuamente. El aporte de Juan Pablo II ayuda a superar la tendencia individualista del personalismo y la asfixia del sujeto del socialismo autocrático.
La solidaridad es posible en Cristo, puesto que en Él Dios ha reconciliado a los seres humanos. La actitud filial para con Dios es inseparable de la actitud fraterna para con todo ser humano, especialmente con los más débiles. Por consiguiente, la solidaridad constituye el auténtico camino del desarrollo, y significa asumir la causa de aquellos que están ofendidos en su dignidad humana.




La solución del problema de la pobreza depende de una mejor distribución de la riqueza, dentro de cada país, y entre los Estados. En palabras de Pío XI:
 “Es necesario, por ello, que las riquezas que se van aumentando constantemente merced al desarrollo  económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos, tan alabada por León XIII. O, con otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad.” (QA, 57)

La redistribución, siempre deberá ser regulada por el Estado, que puede utilizar, entre otros, dos instrumentos: la política impositiva y la seguridad social. Además, desde hace unos años, se aplican en varios países distintas variantes del denominado Ingreso Ciudadano, sistema que tiende a garantizar a todos los ciudadanos una suma mínima de dinero disponible mensualmente. El promotor de este sistema fue James Meade, premio Nóbel de Economía, y constituye una respuesta a la exclusión social y al drama del desempleo.

Como hemos mencionado anteriormente, el incremento de la riqueza no se detiene, pero se concentra en un sector de la población. El trabajo, única forma de lograr un ingreso para la mayoría de las personas, escasea, debido a la incesante automatización, lo que provoca, el colapso del sistema de previsión social. Por lo tanto, si bien la autoridad pública debe estimular la creación de empleos, mediante distintos incentivos fiscales, ello no bastará para que todos los que deseen trabajar puedan hacerlo. Por otra parte, los salarios de los empleos de poca complejidad técnica son bajos, y no alcanzan para que el trabajador proporcione a su familia todo lo necesario para una vida digna.

Simultáneamente, la economía no podría funcionar adecuadamente si gran parte de tareas no se realizaran gratuitamente o a bajo costo; por ejemplo: el trabajo doméstico, el cuidado de niños, enfermos y ancianos, el voluntariado en instituciones de bien público. De modo que, no solamente por razones de justicia social, sino de eficacia económica, es conveniente que toda persona reciba un ingreso fijo, como una especie de dividendo social de la riqueza creada por toda la sociedad. Este ingreso ciudadano reemplazaría a la mayoría de los beneficios sociales, al salario mínimo,  y a las deducciones al impuesto a las ganancias. Evitaría el asistencialismo, la exclusión, y la miseria.

Mientras no se logre dicha redistribución general de los bienes, el cristiano no puede permanecer indiferente e inactivo frente al escándalo de la pobreza. El Catecismo nos recuerda (Nº 2447) una Epístola de Santiago:
 “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: id en paz, calentaos y hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (St 2, 15-16)

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. La más simple es la limosna, pero, dada la gravedad de la situación actual es necesario que la ayuda sea más generosa.




Durante muchos siglos los cristianos practicaron el diezmo, es decir, entregaban la décima parte de sus ingresos, para el sostenimiento del culto y para ayudar a los necesitados. Según la historia de la Iglesia, por lo menos en el cristianismo primitivo, nadie sufría la miseria, pues la ayuda alcanzaba para que a nadie le faltara lo necesario.

El fundamento de esta práctica, lo encontramos explicado por San Agustín[2]:
“Quédate con lo que te sea suficiente o con más de lo suficiente. De todo, demos una cierta parte. ¿Cuál? La décima parte. Los escribas y fariseos daban el diezmo. Avergoncémonos hermanos: aquellos por los que Cristo aún no había derramado su sangre daban el diezmo. El diezmo daban los escribas y fariseos para que tú no pienses acaso que haces algo grande porque repartes el pan, que apenas representa una milésima parte de tus bienes. (...) no callaré lo que dijo el que vive y murió por nosotros. Si vuestra justicia no fuese superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (Mt, 5, 20).

En varios países americanos, desde hace una década, se ha instituido la Pastoral del Diezmo. En la Argentina, donde, a pesar de todos los problemas, algunos de sus habitantes tienen depositados en el extranjero alrededor de 100.000 millones de dólares, sin contar los depósitos bancarios y otras formas de guardar o invertir los ahorros, la práctica del diezmo, aunque sea por una parte de los católicos militantes, aliviaría notablemente la pobreza.




Una iniciativa novedosa, promovida por Chiara Lubich, fundadora del Movimiento Focolar, es la llamada “economía de comunión”. Según la mencionada dirigente católica, debemos tratar de tener sólo aquello que nos es necesario, como las plantas que sólo absorben del terreno el agua que necesita. “Mejor ser un poco pobres, que un poco ricos”[3].
Este sistema consiste en grupos de personas que se asocian, invirtiendo sus ahorros en empresas, declarando que las eventuales utilidades serán destinadas a la solidaridad con el prójimo, y renunciando, parcial o totalmente, a los dividendos que les correspondieran. Ya existen en el mundo 700 empresas que practican la economía de comunión, de las cuales funcionan en la Argentina unas 40.

El desarrollo humano exige un esfuerzo enorme, al que todos estamos llamados, y obligados moralmente, por lo tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. “Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer más humana la vida de los hombres se habrá perdido ni habrá sido en vano.” (SRS, 48)



Abreviaturas:
SRS   Sollicitudo Rei Socialis
QA     Quadragesimo Anno




[1] Conferencia Episcopal Argentina: “Navega Mar Adentro”, 2003.
[2] San Agustín: Sermón 85, nº 5-7.
[3] Araújo, Vera: “Compartir, el uso cristiano de los bienes”, Buenos Aires, Ciudad Nueva Editorial, 1991.