El líder ejerce función de guía para servir, no para dominar


por D. Alfonso López Quintás


El auténtico guía no se mueve por afán de dominio sino de servicio. Por eso no se siente nunca dueño del destino ajeno y no guía a personas y pueblos a donde a él le conviene sino a la meta que les marca su vocación y su misión personales. Se ve a sí mismo como un compañero de los demás en el gran juego de la vida, en el que todos labramos en común nuestro destino. "Los hombres vivimos muchos días con la fe de los otros", solía decir Gabriel Marcel. Estamos inmersos en un clima espiritual, y éste, si tiene la debida calidad, nos permite superar los momentos difíciles. Ese clima es formado en buena medida por los líderes, que ejercen influjo sobre las demás personas y son influidos asimismo por ellas.

Ser guía es entrar a participar conscientemente en una trama de influjos mutuos para fundar un campo de juego común en el cual se desbordan los límites entre lo exclusivamente mío y lo cerradamente tuyo. El auténtico líder es, consiguientemente, un ser tolerante y sembrador de concordia, pues su labor se dirige primordialmente a crear unidad con los demás, a la luz de la verdad compartida e infundirles de ese modo una elevada autoestima.

Consiguientemente, el líder no desea nunca vencer a quienes guía, dominarlos, arrastrarlos hacia ciertas ideas y decisiones, sino convencerlos, unirse a ellos en la aceptación de una verdad descubierta en común. Al hacerlo, no se convierte en dueño de la persona convencida, sino copartícipe de un don que todos debemos aceptar agradecidamente: la luz de la verdad que se enciende en nosotros al encontrarnos con las realidades del entorno. El conocimiento y la estima de la verdad nos instan a actuar con autonomía personal. El que se ve respetado cobra autoestima, y ésta se traduce en decisión para actuar a la luz de la verdad descubierta.

Para realizar esta labor de convencimiento, dando claves lúcidas de interpretación de la vida y orientación de la conducta, el líder ha de vivir históricamente, es decir, ha de recibir activamente el elenco de posibilidades que han transmitido las generaciones pasadas a la sociedad en que vive y comunicarlas a sus contemporáneos, a fin de que todos creen nuevas posibilidades y las transmitan a las generaciones posteriores. De esta forma, cuanto el líder ofrece al pueblo se halla asentado sólidamente en la mejor tradición. La tradición no es un peso muerto que gravita sobre los pueblos en cada instante de la historia; es la fuente de las posibilidades que hacen posible su actividad creativa.

Para proyectar de modo eficiente el futuro, hemos de estar bien anclados en el pasado, entendido como la parte de lo ya sido que todavía está vigente en la actualidad por cuanto nos está otorgando posibilidades de vida. El líder que guía a las gentes hacia el futuro sobre la base del legado histórico es fiel a sus raíces, a sus esencias culturales. Por eso no necesita seducir a las personas con falsas utopías para lanzarlas a experiencias revolucionarias; habla a su inteligencia y su libertad, agudiza su poder crítico, fomenta su capacidad de iniciativa..., a fin de que sean ellas mismas quienes labren su futuro con plena conciencia de sus posibilidades y de la fecundidad del proyecto que persiguen.

El revolucionario que desconecta al pueblo de su pasado histórico para comprometerlo en una acción arriesgada sobre la mera base de promesas quiméricas lo deja desvalido y desconcertado entre un pasado que ha perdido y un futuro que todavía no existe. Este ser desarraigado es fácilmente moldeable, sometible a la horma de ideologías férreas, que dan una artificiosa sensación de seguridad intelectual. Pero pronto sentirá la frustración que produce la falta de hogar espiritual, la fragilidad de unos proyectos elaborados sin el apoyo de la sabiduría que procede de la tradición, bien entendida .

Si quiere vivir históricamente, el líder ha de ser laborioso, trabajador, tenaz en el esfuerzo, y ha de poner en sus tareas ilusión, coraje y buen ánimo. Sin tenacidad, el trabajo no suele lograr el fin que persigue. Para superar las dificultades y el desánimo, hay que poner corazón en el empeño -es decir, tener coraje- y ser animoso. Esta diligencia procede del amor al ideal que uno adoptó en la vida. Recuérdese que “diligencia” procede del verbo latino "diligere" (amar), como "coraje" viene del sustantivo latino "cor" (corazón). El líder que asume en todo momento el ideal de la unidad, pues siente predilección (otro vocablo derivado de "diligere") por el encuentro, se ve lleno de energía hasta los bordes y la transmite a quienes le siguen.



El ideal implica, según Jaime Balmes, una idea que, merced al valor que encierra, se muestra poderosa al entendimiento y colma su ansia de verdad, de realidad en plenitud; enardece, por ello, a la voluntad, hace vibrar al sentimiento e ilusiona a toda la persona. El hombre ilusionado busca el ideal e intenta realizarlo en virtud de la energía que éste le imprime. Es un "círculo virtuoso", no vicioso, que impulsa todo el desarrollo de la personalidad.