La evangelización de los jóvenes ante la emergencia afectiva

 Narcisismo, pansexualismo y desconfianza, las tres heridas que han de ser sanadas

Por Mons. José Ignacio Munilla, Obispo de San Sebastián, España

 


Solemos repetir con frecuencia que, para poder dirigirnos al joven de nuestros días, necesitamos primero conocerle. Pero, ¿cómo le podemos llegar a conocer? La tentación sería recurrir exclusivamente al estudio sociológico o a las encuestas. Pero tenemos que ir más allá del dato sociológico. Necesitamos conocer en profundidad a Jesucristo, ya que solo en Cristo conoceremos en profundidad al joven. Esta clave teológica es importantísima para poder interpretar lo que nos dicen las encuestas. Y aunque soy consciente de que a quienes no tengan fe les costará entenderlo, conviene recordar que esta convicción enlaza con lo mejor de nuestra tradición espiritual. Por ejemplo, en el Siglo de Oro Español decía la propia Santa Teresa de Jesús: “A mi parecer, jamás acabamos de conocernos si no procuramos conocer a Dios”.

 

Uno de los motivos principales por el que nos está costando tanto que el Evangelio resuene en el corazón de los jóvenes, es porque nosotros mismos tenemos todavía un déficit importante para llegar al Corazón de Cristo, y conocer en Él su designio de misericordia hacia todos nosotros, jóvenes evangelizadores y jóvenes evangelizados. Y es que verdaderamente necesitamos conocer la realidad joven desde Cristo y en Cristo, porque como decía San Bernardo: “El desconocimiento propio genera soberbia, pero el desconocimiento de Dios genera desesperación”.

 

Pues bien, partiendo de la convicción de que podemos conocer el corazón del joven a la luz del Corazón de Cristo, vamos a plantearnos cómo está ese corazón y cuáles son las heridas afectivas que sufre una buena parte de la juventud en España; y qué respuesta propone la Iglesia en su Nueva Evangelización, ante esta emergencia afectiva… No dudemos de que la emergencia afectiva que padece esta generación, nos ofrece una oportunidad única para recordar a todos los jóvenes que “Dios es amor”, y que hemos sido creados con una vocación a la comunión de amor, que necesitamos descubrir para alcanzar nuestra plenitud.

 

¿Cuáles son los daños principales que la cultura moderna y postmoderna ha generado y genera en la afectividad de los jóvenes? ¿Cómo presentar el Evangelio liberador, en el marco de una Nueva Evangelización, para llegar a sanar esas heridas y volver a nacer en Cristo?

 

 

Primera herida: NARCISISMO

El narcicismo es el quedarse encerrado en la contemplación de uno mismo.

El conocido mito griego nos narra que una ninfa se enamora de Narciso, y este no le corresponde. Mientras huía de ella, se queda pasmado ante su propia imagen reflejada en las aguas de un río, y se enamora perdidamente de sí mismo, lo que le lleva a lanzarse al agua y morir ahogado.

 

En definitiva, el narcisismo es considerado como la incapacidad, o cuando menos una seria dificultad, de amar a un “tú” distinto de uno mismo. El narcisismo está ligado a la hipersensibilidad, a la absolutización de los sentimientos y temores, a la percepción errónea de que todo en la vida gira en torno a uno mismo…

Por el contrario, la Revelación judeo-cristiana nos ha mostrado en la práctica que amar es siempre un éxodo. La Historia de la Salvación es la historia de la llamada que Yahvé hace a su pueblo a vivir en plenitud; para lo cual es necesario salir de nuestro propio entorno, ir en busca de una tierra nueva, distinta, desconocida, caminando con la confianza propia de quien tiene la firme esperanza de que Dios quiere nuestra felicidad.

 

Difícilmente se podrá superar la herida del narcisismo si nos olvidamos del Dios que nos ha creado –hombre y mujer- a su imagen y semejanza, llamándonos a la comunión en el amor. Hombres y mujeres somos distintos y complementarios. Y de esta forma llegamos a entender que amar es promover el bien que hay en el otro; siendo esto incompatible con la tendencia narcisista que pretende ‘poseer’ al prójimo, asimilándolo a uno mismo, hasta el punto de hacerlo desaparecer.

Es muy interesante comprobar que, en alguna de las distintas versiones de este mito griego, se narra que la tragedia de Narciso comenzó a gestarse desde el mismo momento de su concepción, ya que fue fruto de una violación. Narciso arrastra esa herida —hoy en día diríamos que arrastra la herida de saberse un hijo no deseado— y a lo largo de toda su vida va dando tumbos, intentando inútilmente sobreponerse a su sufrimiento, con la táctica de huir hacia adelante. En efecto, se dedica a provocar a hombres y mujeres, mortales y dioses; a suscitar pasiones, a las cuales luego no consigue responder por su incapacidad de amar y de reconocer al otro.

 

¡Es sorprendente descubrir que en un mito de hace más de dos mil años, anterior a la llegada de Jesucristo, se pueda reconocer con tanta exactitud las heridas del joven de nuestros días, o digámoslo con mayor precisión, del hombre y de la mujer de nuestros días!

El narcisismo suele tener dos manifestaciones que parecen —sin serlo— contradictorias. En los momentos de euforia, el Narciso actual tiene la ridícula pretensión de ocupar en cualquier escenario el puesto de la “novia de la boda” o del “niño del bautizo”. Pero en los momentos de depresión —que cada vez son más frecuentes—, nuestro Narciso se consuela y hasta se complace con ser el “muerto del entierro”.

 

Esto último es muy frecuente: considerar siempre como insuficiente lo que se recibe de los demás, ser un mendigo perpetuamente insatisfecho. Paradójicamente, se busca ansiosamente la realización personal por medio de la lamentación victimista… (“¡Nadie me hace caso!”, “¡Todo me toca a mí!”, “¡Soy un incomprendido!”, etc.).

 

Pero, aunque las formulaciones sean diferentes en un momento de “subidón” o de “bajonazo”, en un contexto de “boda” o de “entierro”; se respira siempre por la misma herida afectiva, buscando ansiosamente aprecio, reconocimiento, elogio, admiración…

 

Pues bien, sin la sanación del narcisismo es imposible conocer, amar y —sobre todo— seguir a Jesucristo, en profundidad y en coherencia; y en último término, ser feliz. Sin la sanación del narcisismo es imposible la entrega generosa, que es un aspecto clave en el Evangelio. Cuando el mensaje de Cristo se recibe en su totalidad y no de una forma fragmentada, nos educa a ser positivos y agradecidos, a no autocontemplarnos con una insana y excesiva preocupación por la imagen, a no pretender ser siempre especiales ante los demás, a no ser hipersensibles a las críticas…

 

¿En qué deberíamos incidir especialmente en este  momento, en el que dirigimos la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de la herida del narcisismo, y hagamos posible la generosidad en el seguimiento a Cristo? Vayamos por partes:

a)  Lo opuesto al narcisismo no es el autodesprecio, sino más bien una equilibrada autoestima. Lo cual quiere decir que la sanación del narcisismo pasa por una educación en un sano y equilibrado amor a uno mismo. El “amor a uno mismo” (“autoestima”, que diríamos hoy), es la medida indicada por Cristo para tomarla como referencia a la hora de amar al prójimo (“Amarás al prójimo como a ti mismo”). La autoestima no proviene de hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia física, sino de saberse amado. Sin duda alguna, uno de los motivos principales de la falta de autoestima en nuestra cultura, es la crisis de la familia, unida a la falta de conciencia del amor personal e incondicional que Dios nos tiene. Y por ello, el anuncio del infinito amor de Dios a cada persona, está llamado a ser la columna vertebral de la Evangelización a los jóvenes.

 

b)  En el contexto de esta crisis afectiva en la que nos encontramos, no es suficiente proclamar el ideal del amor, sino que es necesario profundizar en los pasajes del Evangelio en los que la escuela del amor es el Corazón de Cristo: ¿Cómo amar sin confundirlo con nuestro amor propio? ¿Cómo dejar de ser un quejoso y un egoísta? ¿Cómo encaminarnos hacia el milagro del olvido de nosotros mismos —que nos parece más difícil que el de la sanación del ciego de nacimiento, la multiplicación de los panes o caminar sobre las aguas del lago de Tiberíades—? La mayor aportación que podemos hacer para sanar las heridas afectivas de los jóvenes de nuestra generación, de forma que estén capacitados para el amor, es presentarles la Pasión de Cristo, pero no sólo como el lugar en el que se revela el amor divino, sino también como la escuela del amor humano, la escuela de una espiritualidad equilibrada.

 

c)  Un aspecto importante para la sanación de esta tendencia narcisista que, en mayor o menor medida todos padecemos es la aceptación humilde de la realidad. En efecto, a veces suele ocurrir que el narcisista tiende a refugiarse en la utopía. ¡Es recurrente la pretensión de justificar una actitud de descontento y de queja permanente, con un falso recurso a los sueños utópicos!

Pero el camino del Evangelio nos ha enseñado a aspirar más alto, sin despegar para ello los pies del suelo. El cristiano no puede permitirse perder tiempo y energías en quejas y lamentos estériles. La aceptación de la realidad con sentido cristiano, no nos impide aspirar a cambiarla. Es más, la aceptación de la realidad, es un presupuesto indispensable para poder aplicarnos en su transformación. El narcisista quiere cambiarlo todo menos a sí mismo. Mientras que el cristiano aspira a cambiarlo todo, pero empezando por uno mismo.

 

Pues bien, el Sacramento de la Penitencia y el acompañamiento espiritual se nos muestran como especialmente importantes y necesarios para conjugar nuestros “ideales” con nuestra “realidad”. En efecto, para que el idealismo del corazón del joven no se reduzca a unos sueños utópicos que concluyen bruscamente al afrontar las responsabilidades de la vida, es importante entender que no hay verdadero idealismo si no parte de la propia conversión.

 

d) La presencia de Cristo en los pobres nos evangeliza. Las experiencias de acercamiento al sufrimiento del prójimo tienen potencialidad sanadora en el corazón de los jóvenes. En efecto, una de las mejores formas de superar ese narcisismo que nos lleva a ser  unos  quejosos, es precisamente acercarse a conocer a las verdaderas víctimas, es decir, a los ancianos que viven en soledad, enfermos psíquicos que son esquivados e ignorados por la sociedad, usuarios de los comedores de emergencia, pobres del Tercer Mundo… Se trata de una auténtica terapia de choque, que puede llegar a ser muy efectiva para la sanación de nuestro narcisismo y para la educación en el amor generoso. No es la mera pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de descubrir a Cristo en toda situación de sufrimiento.

 

 

Segunda herida: PANSEXUALISMO

Una segunda característica de nuestro tiempo y de nuestra cultura es el fenómeno del pansexualismo o del hipererotismo ambiental que invade prácticamente todos los ámbitos y espacios. Parece como si viviéramos una “alerta sexual” permanente, que condiciona lo más cotidiano de la vida. El bombardeo de erotismo es tal que facilita las adicciones y conductas compulsivas, provoca innumerables desequilibrios y la falta de dominio de la propia voluntad, hasta el punto de hacernos incapaces para la donación. Es obvio que la fe y la religiosidad se ven seriamente comprometidas, en la medida en que jóvenes y adultos no sean capaces de mantener una capacidad crítica ante una visión fragmentada y desintegrada de la afectividad, la sexualidad y el amor. No es nada fácil vivir en coherencia los valores evangélicos en medio de una cultura dominada por el materialismo y el hipererotismo. Es más, ocurre que como hay muchos jóvenes que han nacido y crecido en este contexto cultural pansexualista, llegan a percibirlo como normal. Es lo que le ocurre a quien ha nacido y vivido a seis mil metros de altura: se ha acostumbrado a esa presión atmosférica. Pero, aunque él no lo perciba subjetivamente, la presión atmosférica en la que vive, afecta objetivamente a su organismo y a su salud.

 

Para poder percibir la herida afectiva de nuestra generación, es necesario partir de un profundo conocimiento antropológico y teológico de la vocación al amor que todos hemos recibido y llevamos grabada en lo más hondo de nuestro corazón. Los diversos documentos que sobre este tema proporciona el Magisterio de la Iglesia, son una segura orientación. La Iglesia no se cansa de predicar que el origen del amor no se encuentra en el hombre, ya que la fuente originaria del amor es el misterio de Dios mismo, que se revela y sale al encuentro del hombre. A partir de ese amor originario entendemos que cada uno de nosotros hemos sido creados para amar, y que el amor humano es una respuesta al amor divino. Aprender a amar consiste, en primer lugar, en recibir el amor, en acogerlo, en experimentarlo y hacerlo propio. Creer en el amor divino es vivir con la esperanza de la victoria del amor. Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la verdad del amor está inscrita en el lenguaje de nuestro cuerpo. En efecto, el hombre es espíritu y materia, alma y cuerpo; es una unión sustancial, de forma que el sexo no es una especie de prótesis en la persona, sino que pertenece a su núcleo más íntimo. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad, de forma que jugar con el sexo, es jugar con la propia personalidad.

 

Pues bien, volvemos a preguntarnos en esta “segunda herida”, como hicimos en la primera del narcisismo: ¿En qué deberíamos incidir especialmente en este momento en el que queremos dirigir la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que podamos ayudar en la sanación de la herida del pansexualismo?

 

a)   Rescatar la virtud de la castidad de su impopularidad. El cristiano no es alguien arrastrado por sus pasiones, sino que participa del señorío de Cristo, lo cual le permite ser dueño de sí mismo; gobernar sus tendencias pasionales, poniéndolas al servicio de los demás, para gloria de Dios. Para poder “darse”, primero hay que “poseerse”. Es importante que transmitamos a los jóvenes que la conquista del mundo pasa por la conquista de uno mismo. La virtud de la castidad es liberadora, y totalmente necesaria para capacitarnos en las relaciones afectivas estables, maduras y verdaderas. Con muchísima frecuencia, los jóvenes que viven en impureza, no lo hacen por una decisión libre y voluntaria, sino por la esclavitud que genera la dinámica de la lujuria. Incluso cuando un joven se decide a seguir a Cristo con todas las consecuencias, no le resulta tan fácil romper definitivamente con todos sus hábitos de impureza anteriores. La explicación es sencilla: el cuerpo tiene “memoria”; es decir, es una máquina registradora de sensaciones,  y pide su “tributo”. La batalla por la castidad puede ser a veces una batalla larga. En estas ocasiones hay que aplicar la máxima: “No hacer las paces con la tentación, pero tampoco perder la paz por verse tentado”. La batalla puede ser larga, pero merece la pena luchar; con la santa rebeldía de quienes no se conforman con menos que con la bienaventuranza de Cristo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

 

b)      Cursos de formación afectivo-sexual. La Iglesia siempre ha dirigido su acción social allí donde estén las carencias de cada momento histórico. Pues bien, una de las grandes carencias de nuestro mundo moderno es, sin duda, la educación en el amor humano. La felicidad de nuestros jóvenes depende en buena medida de ello, del descubrimiento del verdadero sentido del amor humano, y de la educación para la madurez afectivo-sexual.

 

c)  Educar en el gusto por la belleza. La belleza es una clave fundamental para la comprensión del misterio de la existencia. Encierra una invitación a gustar la vida y a abrirse a la plenitud de la eternidad. La belleza es un destello del Espíritu de Dios que transfigura la materia, abriendo nuestras mentes al sentido de lo eterno. La belleza no es para nosotros una mera experiencia estética. En realidad, el concepto pleno y consumado de la belleza se identifica con la misma santidad, con la perfección. Uno de los dramas de nuestros días consiste en reducir los cánones de la belleza a un modelo corporal erótico, que está muy lejos de ser expresión de la interioridad del ser humano y de su riqueza espiritual.

 

Tercera herida: DESCONFIANZA

La herida afectiva de la desconfianza supone la sensación de no pisar suelo firme y el temor por el futuro. La constatación del egoísmo a nuestro alrededor puede hacer que nos repleguemos en nosotros mismos, mostrando una desconfianza generalizada hacia el prójimo, y hasta hacia Dios mismo. Uno de los fenómenos más determinantes en la extensión de esta herida afectiva de la desconfianza, ha sido la falta de estabilidad familiar, sumado a la crisis del principio de autoridad y de referentes morales. Muchos jóvenes han crecido sin modelos que les sirvan de referente y de los que sentirse orgullosos. Arrastran numerosas heridas afectivas, que han generado en no pocos  una especie de ‘orfandad moral’.

Algo similar podríamos señalar en lo que se refiere a la crisis en las amistades y en los noviazgos. Las traiciones en las amistades, así como las infidelidades en las relaciones amorosas, pueden provocar una decepción y una desconfianza generalizada hacia todos y hacia todo. Se llega a desconfiar de la vida en sí misma, tal vez incluso, se llega a desconfiar del Autor de la vida, pues quien tiende a desconfiar de todos, termina por costarle confiar en Dios mismo.

 

Pues bien, ¿En qué deberíamos incidir especialmente en este momento en el que queremos dirigir la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de la herida de la desconfianza?

 

a)  Experiencia de comunión en el seno de la Iglesia. El método pastoral de San Juan Bosco es un buen ejemplo de cómo puede sanarse el síndrome de desconfianza en los jóvenes, por medio de una actitud en la que el evangelizador apuesta por confiar en los jóvenes, sin asustarse de los riesgos que de tal confianza puedan derivarse. Cuando un joven comprueba que nos fiamos de él, que poco a poco vamos delegando en él pequeñas responsabilidades, que lo sentimos como miembro vivo de la Iglesia y no como mero cliente de ella, que nos interesa él, su vida, sus inquietudes, sus problemas…entonces empieza a superar su tendencia a la desconfianza. Es decir, el método podríamos resumirlo así: Si quieres que alguien confíe en Dios, empieza tú por confiar en él. Como decía San Juan Bosco: “Amad aquello que aman los jóvenes, y ellos aprenderán a amar lo que vosotros queréis que amen”.

 

b)    Transmitir el Evangelio de la confianza y del abandono. El Evangelio de Jesucristo es el Evangelio de la confianza. Son muchos los textos a los que podríamos referirnos: Pedro caminando sobre las aguas, la invitación de Jesús a que nos fijemos en el cuidado amoroso que Dios tiene de los lirios del campo, la tempestad calmada, etc. Un método eficaz para aprender a confiar es afrontar nuestros miedos, mirarlos a los ojos, y comprobar que cuando estamos unidos a Cristo, los miedos se disipan como la nieve al sol.

 

Hay un texto paulino que tiene una fuerza muy especial para educarnos en la confianza. Se trata de Rm 8, 31-39:

“Después de esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía resucitó, y está a la derecha de Dios, y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”

 

He aquí el método de San Pablo para sanar el síndrome de desconfianza: mirar a nuestros miedos de frente, al mismo tiempo que permanecemos firmemente unidos a Cristo:

 

¿A qué temeremos? ¿A la oscuridad? …Cristo es nuestra luz.

¿A la soledad? ...Cristo es compañero de camino.

¿A la pobreza? ...Cristo es nuestro tesoro.

¿A la burla? ...Cristo es nuestra honra.

¿A la propia incapacidad? ...El Espíritu Santo es dador de toda gracia.

¿A la enfermedad o a la muerte? ...Cristo es la Resurrección y la Vida.


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Don Bosco

 

1934: Canonización de Don Bosco


Pío XI, siendo un joven sacerdote había conocido personalmente a Don Bosco. En una memorable audiencia, el recién electo Pontífice declaró: "Nosotros estamos, con profunda satisfacción, entre los amigos personales más antiguos del venerable Don Bosco.  El 2 de junio de 1929 lo declaró beato a través del Breve Mirabilis Deus que reproducimos a continuación. 

 El 1° de abril de 1934 -solemnidad de Pascua y conclusión del Jubileo extraordinario de la Redención- el mismo Papa lo proclamó Santo. Luego de la canonización, el Rector Mayor de los Salesianos de entonces, el P. Pedro Ricaldone escribió: “Ciudad del Vaticano, primero de abril, a las diez y cuarto. Aleluya. El Vicario de Cristo acaba de proclamar Santo a don Bosco. Que él bendiga a Turín, a Italia, al mundo”.

 

Breve MIRABILIS DEUS

Atribuyendo a Juan Bosco el título de beato

 

PAPA PIUS XI,

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS.

EN PERPETUA MEMORIA

 

 Dios es maravilloso en sus santos que, mientras viven en la tierra, trabajan para promover la gloria divina y la salud eterna de los hombres; a ellos el mismo Dios de Israel les dará vigor y fuerza (Sal. LXVII, v. 36) para que, sin dejarse intimidar por las dificultades de este mundo o por los enemigos en conflicto, puedan alcanzar los santos fines que se han propuesto. Esto le sucedió exactamente y felizmente al piadoso fundador de los Salesianos, el sacerdote Juan Bosco.

 

Nacido el 16 de agosto de 1815 en un pequeño pueblo rural cerca de Castelnuovo d'Asti de padres muy piadosos y regenerado en el Sacro Fonte al día siguiente, Giovanni Bosco, habiendo perdido pronto a su padre, pasó una infancia infantil llena de dificultades en el pueblo. La madre, distinguida por sus virtudes y digna de ser señalada como ejemplo como educadora, enseñó el catecismo cristiano a su pequeño hijo, quien desde muy joven fue reconocido por todos por su piedad, pureza de moral y dulzura de carácter. Dotado de una inteligencia aguda y una memoria tenaz, desde niño solía repetir con admirable fidelidad a sus compañeros lo que había escuchado en la iglesia del párroco o de los predicadores. Desde entonces, casi anticipando lo que haría entonces, en las vacaciones se reunió a su alrededor, con juegos,

 

Después de haber aprendido las primeras nociones culturales del capellán local, asistió a las escuelas de Castelnuovo, a diez kilómetros de distancia, y por último a las de Chieri, demostrando siempre ser un alumno ejemplar, aunque para las necesidades de la vida se ocupó durante muchos años en fatigosos trabajos de agricultor., trabajador y criado.

 

A los veinte años tomó el hábito clerical y entró en el seminario arzobispal de Chieri, con la ayuda y el consejo especialmente del beato Cafasso, por quien siempre alimentó la veneración y la amistad. En el mismo seminario, por tanto, cursó con éxito cursos de filosofía y teología, y más tarde, ya sacerdote, se dedicó nuevamente y durante más de tres años al estudio de la teología moral y la sagrada elocuencia en el internado eclesiástico de San Francisco de Asís en Turín. Finalmente, en el año 1841, ordenado sacerdote en vísperas de la Santísima Trinidad en Turín, celebró la primera misa en privado y con profunda piedad en la citada iglesia de San Francisco; y sólo en la posterior solemnidad del Corpus Domini, entre la mayor emoción de los muchos que habían venido de su pueblo natal,

 

El nuevo sacerdote, explicando el celo ardiente y la gran caridad por la salud de las almas, ejerció el cargo de coadjutor del párroco de Castelnuovo durante cinco meses; pero el Espíritu del Señor estaba en él y providencialmente lo llamaba a cultivar una porción más grande de su viña. De hecho, habiendo ingresado en el internado eclesiástico de Turín de San Francesco d'Assisi, bajo la dirección y guía del Beato Cafasso, comenzó a ejercer enérgicamente, para gran provecho de las almas, el ministerio sacerdotal en prisiones y hospitales; asiduo en el confesionario, todo lo que trataba o hablaba, lo dirigía constantemente todo con el único propósito de la salud de las almas; siguiendo a san Francisco de Sales, que ya se había puesto como ejemplo, con admirable dulzura y paciencia trató de llevar a los pecadores arrepentidos a Dios. Nada pasó por alto que era adecuado para la consecución de estos santos propósitos: para poder confesar a los soldados alemanes aprendió su idioma a propósito y en poco tiempo; para encontrarse con la gente y la gente inculta e ignorante, ya en posesión de una gran y variada cultura, se dedicó con particular compromiso a la ciencia apologética y al estudio de la historia.

 

Pero desde entonces se sintió profundamente atraído por la suerte de los niños y jóvenes que, sin ninguna educación cristiana, crecieron en la vía pública lejos de Dios y fuera del camino de la verdad y la justicia. Por lo tanto, durante tres años, a partir del día de la Inmaculada Concepción en 1841, reunió en la iglesia de Turín de San Francisco de Asís a los muchachos que le atrajo con astuta laboriosidad y admirable paciencia; para que allí comenzara el primer Oratorio, que la Sierva de Dios con humildad y devoción llamará salesiano por San Francisco de Sales. Inmediatamente, frente a la obra muy útil que acaba de comenzar, surgen dificultades de todo tipo para derrocarlo. ¡Pero estaba el dedo de Dios! El primer Oratorio, después de haber pasado de su ubicación inicial al templo de San Martino, luego al de San Pietro in Vincoli, finalmente en una casa llamada del Moretta, finalmente se refugió en un edificio en el entonces pueblo suburbano en abril de 1846, dijo de Valdocco. Allí la Sierva de Dios, con la constante y manifiesta ayuda de Dios y de la Santísima Virgen, realizó maravillas. El Arzobispo de Turín enriqueció el Oratorio con los privilegios correspondientes, que seguirán dedicados a San Francisco de Sales, y el propio Rey Carlos Alberto lo tomó bajo su protección.

 

En resumen, surgen otros Oratorios similares; un segundo, titulado San Luigi, en 1847; un tercero dos años después dedicado al Ángel de la Guarda; y después de unos años más un cuarto que toma el nombre de San Giuseppe. En ellos la Sierva de Dios concibió y aplicó un nuevo método en la educación de niños y jóvenes, que derivó de San Felipe Neri y lo llamó preventivo.

 

Con la cooperación de su madre más piadosa y fuerte, a quien había llamado específicamente a Turín para que le ayudara en la obra, fundó en 1847 en el Oratorio y en su propia casa un primer hospicio para jóvenes abandonados y sin hogar, y para quienes se requería una educación cristiana particular. De este hospicio, como de una semilla buena y fecunda, nacen los innumerables Colegios e Institutos dirigidos por los sacerdotes salesianos y por las Hijas de María Auxiliadora.

 

Para evitar que la obra iniciada en beneficio de los jóvenes llegara a su fin con el tiempo, la Sierva de Dios, asesorada por muchos y especialmente por el Beato Giuseppe Cafasso y por la viva voz de Nuestro Predecesor Pío IX de feliz memoria, fundó por primera vez la Sociedad de Sacerdotes. de San Francisco de Sales y, más tarde, también la Congregación de las Hijas de María Auxiliadora.

 

La Sociedad de Sacerdotes de San Francisco de Sales, cuyos principios se remontan a 1858, que fue creciendo día a día, fue alabada y recomendada por la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, en nombre de la Sede Apostólica, en el año 1864, y fue propuesta como Superior General o Rector Mayor vitalicio del Siervo de Dios, quien redactó Reglas y Constituciones muy adecuadas a la época, que en el año 1874, cinco años después de la confirmación general de la misma Pía Sociedad, fueron aprobadas por la citada Sagrada Congregación Romana.

En 1872 el Siervo de Dios fundó el segundo Instituto de las Hijas o Hermanas de la Beata María Auxiliadora, quienes, ligadas a los votos de pobreza, castidad y obediencia, se dedican a la educación de las niñas, al igual que las salesianas.

 

Por la estabilidad y difusión de ambas Instituciones, Sacerdotes y Hermanas, Giovanni Bosco soportó grandes esfuerzos, enfrentó las empresas más difíciles con un corazón dispuesto y fuerte, soportó pacientemente el acoso y la ingratitud.

 

¡Y todo esto tampoco fue suficiente! De hecho, siempre buscando la salud de las almas e incansable en el trabajo, para llevar la luz de la verdad cristiana y el bienestar de la civilización cristiana entre los pueblos incultos de todo el mundo a las regiones más inhóspitas, también envió misioneros a los extremos de América del Sur., también erigiendo un Seminario en Turín para la educación y formación de sacerdotes misioneros, comúnmente conocido como Valsalice. Finalmente, para llevar a cabo la revisión de los múltiples fundamentos de la Sierva de Dios, debemos recordar la institución tanto de la Unión de Salesianos Cooperadores, que ayudan a las Obras Salesianas de diversas maneras, como de la Obra de la Beata María Auxiliadora para promover las vocaciones eclesiásticas. , así como las iglesias que erigió con el dinero recaudado de todos lados, entre las que merecen una mención especial la parroquia Basílica del Sagrado Corazón de Castro Pretorio en esta ciudad de Nuestra Alma, y ​​el Santuario de la Bienaventurada María Auxiliadora en Turín.

 

Todas estas cosas, emprendidas por el Siervo de Dios, no para obtener beneficio humano o alabanza, sino solo para la gloria de Dios y la salud de las almas, tuvieron la más feliz satisfacción. Giovanni Bosco se dedicó hasta su muerte con admirable constancia a las obras emprendidas; fue un brillante ejemplo de todas las virtudes, de fe clara y fuerza cristiana, de devoción a Dios ya la Santísima Virgen, del más profundo respeto en tiempos difíciles hacia el Romano Pontífice y esta Sede Apostólica.

 

Despreciador de sí mismo en constante humildad, sin pedir nada para sí mismo, amante de la pobreza, con espíritu siempre dispuesto, incansable en la búsqueda de la salud de las almas y en la realización, incluso por el bien de la Iglesia, de las transacciones más serias y complicadas, muy prudente, sobrio y huyendo de las comodidades de la vida, dejó no sólo a sus discípulos sino también a todos los cristianos ejemplos dignos de imitación que, con razón, todos, todavía vivos, lo consideraban santo.

 

El 31 de enero de 1888 se durmió profundamente en el Señor. del más profundo respeto en tiempos difíciles hacia el Romano Pontífice y esta Sede Apostólica. Despreciador de sí mismo en constante humildad, sin pedir nada para sí mismo, amante de la pobreza, con espíritu siempre dispuesto, incansable en la búsqueda de la salud de las almas y en la realización, incluso por el bien de la Iglesia, de las transacciones más serias y complicadas, muy prudente, sobrio y huyendo de las comodidades de la vida, dejó no sólo a sus discípulos sino también a todos los cristianos ejemplos dignos de imitación que, con razón, todos, todavía vivos, lo consideraban santo.

 

Los restos mortales del Venerable Siervo de Dios se exhibieron por primera vez en la misma cámara donde había muerto; luego, vestido con túnicas sacerdotales, en la Iglesia de San Francesco di Sales; El solemne funeral se celebró en la misma iglesia, al que asistieron con gran devoción más de cien mil ciudadanos, los obispos del Piamonte, canónigos, párrocos también venidos de países lejanos, y una gran multitud de seminaristas, que acudieron al funeral incluso desde las diócesis de Francia y Suiza .

 

La Siervo de Dios descansa en el Seminario de las Misiones de Valsalice, y la afluencia de peregrinos a su tumba* es todavía hoy, atraídos por los dones sobrenaturales, con los que Dios había enriquecido a su Siervo durante su vida, y por la fama de santidad. que lo había rodeado.

 

Esta fama de la santidad de Juan Bosco no solo nunca disminuyó, sino que resplandeció cada día con más intensidad, tanto que la causa de beatificación de la Sierva de Dios comenzó a discutirse en la Sagrada Congregación de Ritos, y Nuestro Predecesor Pío X de Feliz recuerdo firmó la Comisión para la Introducción de la Causa con el Decreto publicado el 24 de julio de 1907. Recogidas jurídicamente y examinadas según el rito las pruebas de las virtudes heroicas del mismo Siervo de Dios, nosotros, con un solemne decreto promulgado el 20 de febrero de 1927, definimos las virtudes heroicas del Venerable Siervo de Dios Juan Bosco.

 

Entonces comenzó la discusión sobre los milagros que se decía que eran obra de Dios a través de la intercesión de su Siervo mismo; Examinado cuidadosamente todo, dos de las tantas maravillas atribuidas a la intercesión del Siervo de Dios después de su muerte habiendo sido juzgadas verdaderas y evidentes, Nosotros, por otro decreto publicado el 19 de marzo del actual año 1929, declaramos ante Nuestra Suprema Autoridad. averiguar su verdad.

 

Por tanto, habiendo pronunciado la sentencia sobre el grado heroico de las virtudes y sobre los milagros, sólo quedaba por debatir una cosa, es decir, si el Venerable Siervo de Dios podía contarse seguramente entre los Bienaventurados. Esta duda fue propuesta por nuestro amado hijo Nuestro Alessandro Verde, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Relator de la Causa en la Congregación General celebrada en nuestra presencia el 9 de abril de este año, y quienes intervinieron, tanto Cardenales como Consultores de los Sagrados Ritos, dieron a respuesta afirmativa unánime. Sin embargo, dado que se trataba de un asunto de tanta importancia, aplazamos Nuestro juicio hasta que le pedimos a Dios con animadas oraciones la ayuda de las luces celestiales. Y habiendo hecho esto con gran fervor, al final del tercer domingo después de Pascua, después de haber ofrecido el sacrificio divino,

 

Siendo así, aceptando los votos de toda la Sociedad de Sacerdotes de San Francisco de Sales, así como de las Hermanas de la Congregación de la Bienaventurada María Auxiliadora y de todos los Salesianos Cooperadores y alumnos, con Nuestra Autoridad Apostólica, según el tenor de esta carta, hagamos posible que el Venerable Siervo de Dios Juan Bosco, sacerdote seglar de Turín, sea llamado a partir de ahora con el título de Beato; que su cuerpo y sus reliquias, que no deben ser transportados en procesiones solemnes, sin embargo, sean expuestos a la veneración pública de los fieles; que sus imágenes están adornadas con rayos.

Además, con la misma Autoridad Apostólica concedemos que se recite el Oficio y se celebre la Misa todos los años de Communi Confessorum non Pontificum., con nuestras propias oraciones aprobadas por Nosotros, según las Rúbricas del Misal y el Breviario Romano. Pero concedemos que la recitación de este Oficio y la celebración de la Misa se haga solo en la archidiócesis de Turín, donde nació y murió el Siervo de Dios, así como en los templos y capillas ubicados en cada parte de la tierra, que son Sociedad de Sacerdotes de San Francisco de Sales, y Congregación de las Hermanas o Hijas de la Beata María Auxiliadora; por todos los fieles que tienen la obligación de rezar el horario canónico y, en cuanto a la Misa, por todos los sacerdotes, tanto seculares como regulares, que se reúnen en las iglesias donde se celebra la fiesta del Beato.

 

Por último, damos la facultad de celebrar la solemnidad de la beatificación del Venerable Siervo de Dios Juan Bosco en las iglesias mencionadas, en los días que le asigne la Autoridad legítima, dentro de un año, servatis servandis, a partir de la celebración de la solemnidad en la Basílica Patriarcal del Vaticano. Esto, a pesar de las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas y los Decretos sobre la no cultura y cualquier otra disposición.

 

También queremos que las copias de esta Carta, también impresas, siempre que estén firmadas por el Secretario de la Sagrada Congregación de Ritos antes mencionada, y que lleven el sello del Prefecto, tengan la misma fe en las discusiones judiciales que se da a Nuestra voluntad expresada con la ejecución de esta Carta.

 

Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el 2 de junio de 1929, octavo año de Nuestro Pontificado. PIUS PP. XI

 

(*) A la fecha de la redacción de este documento, Don Bosco estaba sepultado en la casa salesiana de Valdalice. Sus restos serían posteriormente trasladados a la Cripta de la Basílica de María Auxiliadora en Turín, en donde permanecen en la actualidad.

 

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Leche, primer alimento del hombre

  Por Liana Marabini

Anónimo flamenco, s. XVI: 
La Virgen amamantando al Niño Jesús


La leche es el comienzo del alfabeto alimenticio del hombre: es el primer alimento que toma. Rica en sustancias que aumentan las defensas del bebé, líquida y por tanto fácil de beber, la leche materna es una prolongación de esa relación especial que el bebé tiene con la madre. Iniciada en el útero, la relación íntima entre madre e hijo continúa con la práctica de la lactancia materna. 

Son sólo ellos dos: madre e hijo, en todas las religiones y en todas las latitudes.

De la madre descrita por el Dalai Lama –budista- a través de su leche:

 “No venimos de las estrellas ni de las flores, sino de la leche materna. Hemos sobrevivido gracias a la compasión humana y el cuidado de nuestra madre. Ésta es nuestra naturaleza principal” 

a la sublime, la Virgen, que tiene en sus brazos a su divino Hijo y que Jean Paul Sartre, -que era ateo-describe así: 

Lo mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ella está hecha de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se parece a mí. Él es Dios y se parece a mí. Y ninguna mujer ha tenido la suerte de tener a Dios solo para ella. Un Dios pequeño que puede ser tomado en sus brazos y cubierto de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive”.

 

En la Biblia, la leche se describe varias veces, en muchos versículos. Pero un pasaje en particular nos llama la atención: 

1 Y el Señor se le apareció en el encinar de Mamré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda en el calor del día. 2 Cuando alzó los ojos y miró, he aquí, tres hombres estaban parados frente a él; y al verlos corrió de la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra, 3 y dijo: Señor mío, si ahora he hallado gracia ante tus ojos, te ruego que no pases de largo junto a tu siervo. 4 Que se traiga ahora un poco de agua y lavaos los pies, y reposad bajo el árbol; 5 y yo traeré un pedazo de pan para que os alimentéis, y después sigáis adelante, puesto que habéis visitado a vuestro siervo. Y ellos dijeron: Haz así como has dicho. 6 Entonces Abraham fue de prisa a la tienda donde estaba Sara, y dijo: Apresúrate a preparar tres medidas de flor de harina, amásala y haz tortas de pan. 7 Corrió también Abraham a la vacada y tomó un becerro tierno y bueno, y se lo dio al criado, que se apresuró a prepararlo. 8 Tomó también cuajada y leche y el becerro que había preparado, y lo puso delante de ellos; y él se quedó de pie junto a ellos bajo el árbol mientras comían (Génesis 18: 1-8).

 

Lo sorprendente de este pasaje bíblico, según la interpretación del Magisterio eclesiástico, es el hecho de que los invitados, entre los que se encontraba el Hijo eterno (es decir, Jesús) en forma humana, comen carne y leche juntos, lo cual está absolutamente prohibido en la religión judía. El octavo versículo muestra claramente que Jesús, que nacerá en un contexto judío, ya no tiene en cuenta las reglas alimentarias “kasherut” (o kosher).

Kasherut (כשרות המטבח והמאכלים - kashrut hamitba’h) se refiere a las leyes alimentarias prescritas a los judíos por varios pasajes de la Biblia hebrea (Tanakh) y sus interpretaciones. Según la tradición judía, Dios le reveló estas leyes a Moisés en el monte Sinaí. Determinan qué está permitido (kosher) y qué está prohibido (terefah). En particular, establecen las reglas para la preparación de la carne, con el fin de evitar el consumo de sangre, e imponen la separación entre carne y productos lácteos. Esta última prohibición se basa en un mandamiento repetido tres veces en la Torá: “No cocinarás cordero con la leche de tu madre” (Éxodo XXIII, 19 y XXXIV, 26; Deuteronomio XIV, 21).

 

Esta prohibición no significa que los judíos no deban consumir productos lácteos. Por el contrario, estos últimos están muy presentes en las tradiciones culinarias de los judíos de todo el mundo: yogur entre los sefardíes de Oriente Medio, crema agria y queso entre los asquenazis de Europa Central y América. Simplemente significa que los judíos practicantes no pueden cocinar la leche y los alimentos a base de carne juntos, ni consumirlos durante la misma comida: los productos lácteos se pueden comer después de la carne luego de un período de duración variable, según las costumbres locales (seis horas para los judíos de Europa Central, tres horas para los alemanes, una hora para los holandeses...).

Dependiendo del grado de práctica religiosa, la carne y los productos lácteos vienen incluso aislados en todas las etapas de su uso (conservación, platos, utensilios, etc.). ¿Por qué esta prohibición? La prohibición de “cocinar el cordero en la leche materna” ha sido interpretada de diferentes formas por la tradición rabínica y por los antropólogos: deseo de romper con los antiguos ritos paganos de fertilidad, distinción del grupo de fieles de otros, necesidad de espiritualidad y elevación que separa el hombre de su animalidad...

 

Sea como fuere, este ejemplo muestra que las prohibiciones alimentarias no son biológicas sino culturales ya que los seres humanos son omnívoros: marcadores de identidad por excelencia, constituyen manifestaciones colectivas que atestiguan la pertenencia a un grupo. Además, entre los judíos, en un contexto de diáspora multisecular, el cumplimiento de las leyes alimentarias mantiene y fortalece la identidad común de los judíos practicantes.


Volviendo a Génesis 18: 1-8, podemos considerar que Jesús (quien fue rabino y como tal maestro de la fe), aunque nació en un contexto judío y respetuoso de las reglas dietéticas de su pueblo, después del bautismo cambia y come en modo más “libre” (carne y leche juntas). Este pasaje pone fin a la vieja cuestión sobre la pregunta sobre si Jesús comía kosher. Evidentemente no.


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¿Por qué la mujer parece tener más resistencia ante el dolor?

  


Por Orfa Astorga

(Mejicana, Master en matrimonio y familia por la Universidad de Navarra)

 

 Por los pasillos del gran hospital de especialidades de seguridad social, podía observar a tantas mujeres acudir con sus familiares enfermos; algunos de ellos muy delicados o con enfermedades incurables. Los acompañaban con una actitud amorosa, sensible, servicial, compasiva.

También, con una fortaleza y una resistencia al propio dolor, muy distinta a la que ponen en juego quienes esforzadamente escalan el Everest. 

Es reconocido y aceptado, que en la mujer se da un alto umbral de resistencia al dolor, no solo físico, sino también emocional y espiritual.

Un ejemplo de ello, es que siendo la depresión una enfermedad muy dolorosa y difícil de soportar, la mujer la afronta mucho mejor que el varón.

¿Es acaso que la mujer, por naturaleza siente menos el dolor en todas sus formas, o porque aun sintiéndolo, resiste más? ¿Cuestión de biología o de virtud?

Si el dolor físico aparece, cuando se pincha un dedo, por así decirlo, y el dolor emocional y moral, cuando se pincha el alma, siendo dolores distintos… ¿Cómo se explica su resistencia a ellos? 

  

Más que fortaleza física

Lo cierto es que, quienes profesionalmente atendemos a la mujer sufriente, sabemos que esta capacidad, más que nada proviene de una fortaleza sustentada en el propio espíritu del ser mujer. Por él, su modo de enfrentar el dolor, respecto del varón, es diferente.

Es diferente, porque ese “aguante”, se debe, más que a una fortaleza física, a una voluntad. La mujer se sobrepone desde lo más íntimo de su ser sobre el dolor en cualquiera de sus formas, casi siempre amando más que sufriendo. Porque desde la vulnerabilidad de su feminidad se abre al dolor, por fuerte que sea, sin concederle un temor que pueda doblegar su espíritu. Vemos a la mujer superar con creces el umbral de dolor en todas sus vertientes:

El dolor físico, cuando el recién nacido es acogido con el corazón lleno de ternura y alegría de una madre, que, tras un duro parto, inmediatamente se olvida de todo sufrimiento para tomar a su hijo entre sus brazos, como prueba de que en medio del dolor su alma pudo sentir gozo.

O la serenidad por la que suelen pasar por el trance de una dura enfermedad, pendientes de los demás.

El dolor emocional al enfrentar y superar situaciones complejas y traumáticas, como las más duras privaciones; la pérdida de un ser querido; el beber de sus lágrimas para perdonar, acompañar a un hijo descarriado; o el abandono del cónyuge cuando más lo necesitaba…

Cuando se sobrepone a su propio dolor para acompañar, consolar y acoger a quienes considera más necesitados, como cuando al regresar de un duro trabajo fuera del hogar, sigue trabajando en labores domésticas mientras atiende a los más vulnerables de su familia: los niños, los enfermos, los ancianos.

Cuando al cometer un error personal el dolor moral no le impide rectificar y manifestar la verdad, al aplicar su inteligencia y voluntad para que el mal no penetre su intimidad y carcoma su corazón.

Por ello, es que es capaz de comprender y perdonar agravios sin mayores consideraciones y sin retroceder un ápice en sus valores y afectos.

La sociedad que corrompe a la mujer pierde su mayor tesoro, pues es quien más contribuye a humanizar el entorno en todos los roles que le toca asumir y en los que es insustituible  por las cualidades de su bondad.