Feminizar el mundo: el papel insustituible de la mujer en la tarea vivificadora de la humanida


Por  Tomás Melendo Granados [1]


Una antropología adulta

La mayoría de edad de los estudios antropológicos comenzó cuando se advirtió - muy en particular a lo largo del siglo XX-, que la diversidad entre el varón y mujer afectan justo a su condición personal, de modo que se hace necesario distinguir entre la persona-masculina (o varón) y la persona-femenina (o mujer), precisamente como complementarias y destinadas al apoyo y crecimiento recíproco. No iguales. La igualdad no es un atributo aplicable a las personas… porque no la necesitan para nada. Cada persona es un absoluto, que vale absolutamente, sin parangón posible, y cuya exclusiva misión es la de ser cada una, singular, irrepetible y única.

Conviene advertir que la complementariedad entre varón y mujer es dinámica. La presencia de la mujer hace despertar en el varón cualidades que sin ella quedarían como adormecidas, lo mismo que sin el amor masculino la feminidad no lograría un pleno desarrollo.
Pero, además, entre las perfecciones que uno hace florecer en la otra, y viceversa, se encuentran también las que son propias de uno u otro sexo. Con la peculiaridad de que el varón encarnará las propiedades de la mujer con un toque masculino, de forma análoga a como la mujer incorporará lo masculino con un dejo de feminidad.
El resultado es un auténtico enriquecimiento de «lo personal-humano», en una espiral creciente que, en principio, no tiene límites y sin cuya consideración cualquier análisis de la persona y el mismo desarrollo de la Humanidad en cuanto tal quedarían incompletos.

Unamuno[2]  aconsejaba a un joven: «No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia pon todo tu empeño.»



Despersonalización, el  gran mal de nuestra época

En el desarrollo de la civilización durante estas últimas centurias observamos una especie de fractura, que va disponiendo progresivamente el despliegue perfeccionador del ser humano en dos círculos estrictamente separados e incluso contrapuestos: el privado y el público.
Y advertimos también que, de manera imparable, este segundo ha acabado por ejercer un dominio avasallador sobre el primero: que lo público ha ido fagocitando a lo privado, al introducir incluso en el seno del hogar actitudes y modos propios más bien de la relaciones comerciales o de negocios, en el sentido menos noble de estos términos. ¿Cuáles son los elementos constituyentes de lo calificamos como esfera pública?

a). El mundo laboral, cada vez más dominado por un economicismo materialista, cuyo ídolo es el dinero (hasta el punto, por citar solo un ejemplo, que buena parte de los niños y niñas llegan ya a este mundo «hipotecados»: es decir, obligados a cargar con la hipoteca de la casa de sus padres en caso de que estos no llegaran a pagarla completa… o perder su hogar).

b). El terreno de la política (o del «partidismo» o del «politicismo»), cuyo crecimiento indiscriminado hace que todo tienda a girar alrededor del poder, intercambiable con el dinero, y origen también de una burocratización despersonalizante a gran escala.

c). El influjo de los medios de comunicación de masas, que incrementan inadecuadamente su virtud persuasiva y su capacidad de sugestión en la medida en que estimulan el carácter no diferenciado, impersonal y simultáneamente individualista, de sus destinatarios.

En la exacta proporción en que estos y otros vectores similares han ido configurando la sociedad actual, nos encontramos con un universo público en el que, por lo general, al margen de toda actitud de servicio, las relaciones humanas se van viendo pilotadas, de manera creciente, por un punzante egoísmo hedonista, pragmatista e insolidario… ¡con honrosas y abundantes excepciones!

De esta suerte, la lógica del intercambio interesado, ha ido imponiendo su ley sobre la lógica de la gratuidad, del don, de la efusión altruista, cuyo reducto último va siendo la familia, pero que también debería imperar en todas las relaciones sociales, incluso en las propiamente económicas.

En este sentido, debemos aprender a impregnar todo lo humano con el ineludible e incomparable «toque» o «genio» de la mujer.



Los valores personales

El mundo contemporáneo va cerrando el espacio para los genuinos valores de la persona entendida como tal. Valores que giran íntegramente en torno al amor y a todo aquello que lo hace posible y jugoso: el encanto de lo pequeño, la flexibilidad, la imaginación creativa, la generosidad, la aptitud para captar matices, el ocio compartido, el diálogo, la intimidad, la diferenciación individualizadora, la relación entre tú y tú, el gozo conjunto de una vida cotidiana y sin aparente brillo, y un dilatado etcétera.

Podemos advertir, por consiguiente, dos mundos o, como hoy suele decirse, dos culturas:


·        La de la eficacia y el éxito, por una parte (calificado típicamente masculino)
·        Y la de la vida, el cuidado y, en definitiva, el amor, por otra (considerado típicamente femenino)

Con lo que, simplificando, pero sin faltar por ello a la verdad, cabría sostener que el problema más acentuado de la civilización presente es el predominio indiscriminado y avasallador de lo masculino sobre lo femenino.




Lo femenino

La mujer encarna de una forma muy particular, más propia y acentuada, el peculiar carácter de la persona humana. Si no puede decirse que es más persona, sí cabe afirmar que lo es de un modo más patentemente personal y más exquisitamente humano.
Cardona[3] escribió con rotundidad, a propósito de este tema que «… la mujer es imagen más diáfana de lo característico de la persona creada: hecha por amor y para el amor». La expresión cumplida de la persona humana, «en su ser más radical, se manifiesta mejor y con más propiedad en la mujer que en el varón. Y esto, a más de resultar metafísicamente manifiesto, es un hecho de experiencia común: todos sabemos muy bien que la mujer, precisamente como tal, y en la medida en que sabe y quiere serlo, es lo más ‘amable’. Así se entienden bien muchas características de la feminidad: como ese instinto que mueve a la mujer a procurar ser amable, atractiva (y no me refiero aquí principalmente a lo físico, sino a lo psíquico y espiritual: la simpatía, la ternura, la paciencia, la piedad, por ejemplo).»

Por todo ello, la mujer encarna de forma privilegiada la condición de persona, en cuanto principio y término de amor: resulta más «amable»… «precisamente porque ama y en el amor se da». La mujer es, -decía José María Pemán[4]por definición, una ‘criatura de amor’

Y Juan Pablo II, recordaba que «los hombres todos —tanto varones como mujeres— hemos sido ‘confiados por Dios a la mujer’: y no principalmente en el orden biológico, sino fundamentalmente en el psíquico y en el espiritual.»

Acudiendo a una expresión acuñada por Juan Pablo II, explica Jutta Burggraf[5] que el “genio de la mujer” «constituye una determinada actitud básica que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentado por esta. En efecto, no parece descabellado suponer que la intensa relación que la mujer guarda con la vida pueda generar en ella unas disposiciones particulares. Así como durante el embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia un nuevo ser humano, así también su naturaleza favorece el encuentro interpersonal con quienes la rodean.
El “genio de la mujer” se puede traducir en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de mostrar el amor de un modo concreto. Consiste en el talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo del trabajo profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las cosas. Significa romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, mostrarse solidaria y buscar caminos con ellos.»




La tarea: Feminizar el universo

Lejos de cualquier atisbo de enfrentamiento, lo masculino y lo femenino están llamados a complementarse dinámica y creativamente. Teniendo en cuenta que todos aquellos valores que podríamos calificar como propios de lo femenino (cercanía connatural con cada persona y con la importancia de cada detalle de cada vida personal, el cuidado, la atención diligente por los demás, etc.) no los consideremos en modo alguno privativos ni exclusivos de la mujer sino que los advirtamos como igualmente indispensables en el varón.

Lo que se impone, pues, es un trasvase, una transfusión, que ya se está llevando a término en el seno de muchísimas familias y en otros ámbitos de la sociedad. Pero recordando siempre que el ser humano —varón y mujer— ha sido confiado al cuidado de esta última. De ahí surge, comenzando por el ámbito del matrimonio, el reto primordial, la exigencia más apremiante y de más calibre de la revolución pacífica que instaurará en nuestro mundo una auténtica civilización el amor, tarea que la mujer no puede aplazar: se trata de devolver la vida auténticamente humana, personal, cálida, jugosamente perspicaz, al conjunto de la familia y, a través de ella, y también directamente, a todo el universo. Porque, como recuerda de nuevo Pemán en clave un tanto humorística: «el varón puede hacer sin la mujer todo —arte, ciencia, guerra, política—; todo,  menos un pequeño detalle: vivir…»



Cómo feminizar el mundo

La incidencia de la mujer en el mundo se encauza a través de dos vías complementarias:

·        La acción directa en las instituciones sociales y en las personas que las integran, y en todos los ámbitos
·        El  influjo, tremendamente efectivo, que ejercen en el hogar.


En medio de los vaivenes y las turbulencias de los últimos años en relación a las luchas por los derechos femeninos, siempre han existido quienes han logrado mantener un sereno y lúcido equilibrio, conscientes, de que la mujer era del todo imprescindible para humanizar el mundo en que nos movemos y, que sólo podía lograrlo si no hacía renuncia de su feminidad.
El desarrollo, la madurez, la mayoría de edad, la emancipación de la mujer y cuanto quiera añadirse en la misma línea —acertadísimo e indispensable—, nunca deberían convertirse en un anhelo de igualdad “igualitaria” o de uniformidad con el varón: tal cosa sería una burda imitación de la manera masculino-machista de comportarse. Semejante «avance» de ningún modo podría considerarse un logro, sino más bien una pérdida para la mujer… y, lo que en cierto modo es aún más doloroso, para el conjunto de la humanidad.
Y eso, no porque la mujer sea más o menos que el varón, sino porque es distinta y solo podrá cumplir en ella lo humano siendo hasta el fondo lo que por naturaleza está llamada a ser: mujer-mujer.

Sólo la mujer puede aportar a la familia, al lugar de trabajo, al conjunto de la sociedad civil, a los medios de comunicación, etc., lo que le pertenece nativamente y, no obstante, está llamado a ser patrimonio de todos: su delicada ternura, su generosidad sin límites, su amorosa y perspicaz atención a lo concreto, su creatividad y agudeza de ingenio, su intuición clarividente, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad… Ninguna mujer lo será en plenitud hasta que advierta la hermosura —para nada alienante en un universo previamente feminizado, preñado de amor— de su aportación insustituible… y haga de todo ello vida de su propia vida.

En semejante sentido, Janne Haaland Matláry[6] escribe: «La colaboración femenina siempre es diferente, su atención a los demás también es distinta. Ellas tienen una inclinación natural hacia las relaciones interpersonales y hacia los otros seres humanos que muy pocos hombres tienen; y siempre serán las que se ocupen de esas “políticas menores” [es decir, las auténticamente relevantes, decisivas] que son las de la familia y los asuntos sociales por haber tenido la experiencia previa de la maternidad; o serán también las que se ocupen del cuidado de otras personas o de sacar adelante una casa, tal y como hace la mayoría de las mujeres.»

Y añade, (para aclarar hasta qué extremo todo ello se encuentra ligado con la experiencia de la maternidad, que no necesariamente consiste ni «pasa» por la maternidad biológica): «… hoy las mujeres tienen necesidad de reafirmar la importancia de la maternidad, tanto en sus propias vidas como en el conjunto de la sociedad. Deben asimismo plantear reivindicaciones en otros ámbitos —en la actividad profesional y en la política— para que sea posible y compatible ser madre y trabajar fuera de casa. Pero la cuestión esencial no es solo de orden práctico sino también antropológico: las mujeres nunca se sentirán felices si no toman conciencia de hasta qué punto la maternidad define el ser femenino, tanto en el plano físico como el espiritual, y expresan esta realidad con la reivindicación del reconocimiento social.

Ser madre es mucho más que la intensa y vivida experiencia de dar a luz y criar a un hijo: es la clave para una toma de conciencia existencial de quienes somos.»

También lo expresa, con la fuerza y el vigor que la caracterizan, Marta Brancatisano[7]: «Desempeñar nuevas profesiones (desde ministro a astronauta, pasando por todo el género de tareas inventadas por la sociedad multifuncional) ha sido un simple juego para quien poseía la clave de todas ellas inscrita en su código sexual. Enumero algunas a título de ejemplo:

ü  el conocimiento del ser humano, que le permite gobernarse a sí misma y relacionarse con los demás con la apertura y la serenidad que se experimentan ante lo que nos resulta conocido y amado;

ü  la flexibilidad para pasar de una tarea a otra —que deriva de su habitual competencia para afrontar las imprevisibles necesidades cotidianas;

ü  la amplitud de intereses y la versatilidad de ingenio, fruto de la pluriforme preparación imprescindible para hacer vivir un hogar (economía, ingeniería, arquitectura, derecho privado e internacional, medicina, dietética, arte, estética, literatura, psicología, pedagogía e incluso moral y teología);

ü  su inimitable sentido de la realidad y del valor del tiempo, resultado del carácter impelente y de urgencia propios del trabajo del hogar, que, por estar directa y ordinariamente unido a la supervivencia del ser humano, no admite incumplimientos, retrasos ni tramposas simulaciones.»




Con los mismos derechos y oportunidades

Las mujeres se encuentran destinadas a vivificar desde dentro todas las profesiones dignas, en absoluta paridad con los varones: con las mismas perspectivas, posibilidades y oportunidades, y con idéntica formación humana, profesional, etc.
Más todavía, la mujer se encuentra mucho más preparada que el varón para desempeñar la mayor parte de ellas… y en parte por este motivo, los varones tienden a discriminarlas e impedir que desplieguen su inigualable potencia.  Pero este reconocimiento no implica «sacarlas» del hogar, como tampoco a los varones. Muy al contrario, se debe aspirar a conservarlas o devolverlas —a ellas— y, sobre todo, a introducirlos —a ellos— en lo más íntimo y configurador del núcleo familiar. Pues todo ser humano, varón o mujer, tiene absoluta necesidad de la familia.

Y es que la familia constituye el ámbito imprescindible del pleno desarrollo tanto del varón como de la mujer, así como la condición de posibilidad para personalizar los restantes dominios en que se desenvuelve la existencia humana .


Una falsa oposición

Ejercicio profesional fuera de casa y quehacer también profesional dentro de ella son dos esferas que de ningún modo deberían enfrentarse ni, por consiguiente —en contra de lo que hoy está tan de moda—, tienen necesidad de ser conciliadas. Pues tanto una tarea como otra son, en el fondo —y es oportuno llegar hasta el fondo, al menos de vez en cuando—, ejercicio del amor, de la búsqueda sincera del bien para los demás.

El hogar y la familia han de ocupar un puesto central en la vida de la mujer… como también en la del varón, por una razón poderosísima que, día a día, se va  advirtiendo con mayor claridad: la dedicación a los menesteres familiares —en el sentido más amplio y noble de estos términos— componen sin duda el más grande quehacer que cualquier ser humano puede realizar en la tierra .

Ahora bien, ¿podría alguien imaginar que ese ejercicio sublime elimine la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales?; o, que la atención prioritaria a las exigencias de la familia impidan atender  cualquier  oficio…?
¿No será más bien a la inversa: que la actividad desplegada en el seno de la familia sea la condición de posibilidad —masculina y femenina— de desempeñar cualquier otro quehacer, incluida la profesión, con eficacia propiamente humana? ¿No habría que hablar de sinergia, en lugar de conciliación?

Por eso, el empeño por oponer los ámbitos de la familia y del trabajo profesional, abandonando el primero para perfeccionar el segundo, ha conducido a un error más grave que el que se trataba de  corregir, puesto que nadie puede «personalizar» a las personas —varones y mujeres— sino con la fuerza ganada día a día en el seno del propio hogar.


Dignidad del trabajo en el hogar

La gravedad de ese abandono por parte de la mujer es  muy clara, igual que, por razones muy similares, la multisecular y aún no corregida deserción del varón.
Sin  la presencia de una  eficaz mano femenina resulta bastante arduo lograr el ambiente de familia en que deben desenvolverse y crecer personalmente la gran mayoría de los seres humanos; pero esto no es coartada para que los varones se desentiendan de contribuir —por derecho-deber propio, y no como función subsidiaria— a la edificación de auténticas familias, en todos los sentidos de este vocablo.
Es  de  subrayar la grandeza de quienes —en su mayoría, mujeres—, renunciando a veces a éxitos más fácilmente alcanzables en otros ámbitos, dedican sus energías y su competencia a levantar el hogar.


La solución es la mujer

Hoy son muchos los que apuntan que el estado de «masculinización» de la mujer provocado por cierto feminismo mal entendido ha hecho de nuestro entorno vital un paraje todavía más inhóspito que en tiempos pretéritos. Se trata de una atmósfera densa, dura, hostil, irrespirable, masculinizada en exceso…: en fin de cuentas, «machista».
Y hay que buscarle solución, pero una solución adecuada.

Sin duda, la mujer ha sufrido durante siglos una clara discriminación, modulada de maneras y con intensidades distintas en las diversas esferas, que pedía y sigue pidiendo a gritos ser subsanada. Pero cuando el «remedio» ha consistido en adoptar en la actividad pública los modos de obrar propios del varón, y cuando a eso se ha unido la defección del hogar por parte de bastantes mujeres, el saldo ha sido un recrudecimiento de lo que podrían calificarse como «vicios» típicamente masculinos… no contrapesados ni dulcificados por la presencia efectivamente femenina de la mujer. Esto demuestra –al decir de Mercedes Eguíbar[8]-  la primacía de la mujer en el orden del mundo: mientras permanece como guardiana de lo particular e íntimo, no sucede nada; cuando desea realizarse de manera exclusiva en cualquier profesión, aparecen los inconvenientes.
Al ausentarse de su hogar, crea un vacío que nadie puede ocupar y que origina fuerte inestabilidad en la familia; el hogar queda huérfano, el matrimonio de debilita. Y si decide no tener hijos, invierte la pirámide social: el mundo necesita ciudadanos jóvenes y en cambio se encuentra con un crecimiento desmesurado de personas mayores.
Como contrapartida, y desde  la perspectiva complementaria, cuando la mujer no está presente en el ámbito público, la ausencia se advierte con un clima de mayor agresividad machista.
La mujer debe irradiar su influjo femenino dentro y fuera del hogar,… ¡así como debe hacerlo el varón con sus características particulares!

Es imprescindible que la mujer aporte su riqueza de virtudes y enfoques que le pertenecen en exclusiva, actuando directamente en todas las esferas de la actividad humana. ¡En todas!
Y es que, gracias a las dotes naturales que le son propias, puede enriquecer enormemente el conjunto de la vida civil, pero muy particularmente las esferas que más afectan al desarrollo de la persona en cuanto tal: la legislación familiar o educativa, el ámbito de las relaciones humanas o el de la comunicación. Sólo la presencia activa  de la mujer puede asegurarnos que se respetarán los valores genuinos de la persona a la hora de tomar aquellas medidas que incidan con mayor vigor en la vida de las familias, en la constitución de un ambiente realmente educativo y, con todo ello, en el porvenir de la juventud y de la humanidad.

Pero debemos también tener claro que la función femenina en la vida pública, ¡como la de los varones!, solo será eficaz en la medida en que cada mujer forje y refuerce su personalidad en el seno de una familia, donde asimismo ha de reponer día a día las energías gastadas.  Con el añadido de que en el hogar la mujer ejerce muy particularmente el papel de motor y estímulo; de ahí que la buena marcha de una familia depende decisivamente de la calidad y entrega de las mujeres que de ella forman parte.  Soltera o casada, según las circunstancias, pero siempre miembro eminente de un hogar, es la mujer, en fin de cuentas, la clave y el arranque de la alentadora humanidad que cada ser humano está destinado a transmitir a los otros.
Y a los varones corresponde hoy día, en contra de lo que habitualmente se afirma y con frecuencia se vive, la función secundaria de hacer posible y amable el pleno desarrollo de la mujer… para con ello impulsar el progreso genuinamente humano de la sociedad en su conjunto, sin discriminaciones.


Sólo es ama de casa….. ¿Sólo es ama de casa?

Expresaba Wilhelm Riehl[9]: «Es la mujer quien vivifica las costumbres de la casa, infundiendo un hálito vital a la soledad del hogar. La norma especial doméstica y el carácter individual de la casa está casi siempre determinado por la mujer».

Y a su turno Jókal[10]: «El hogar no es humillante: puede ser un trono, desde el que una mujer gobierna el mundo»

Hay mujeres que aspiran a dedicar todas sus energías al cuidado de quienes componen su familia. La función de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección. Porque ¿qué es la proyección social sino darse a los demás, con sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos? Desde el interior de su hogar, la mujer esposa y madre ejerce una labor comparable a la de los educadores profesionales: un profesor consigue, a lo largo quizá de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes.


Alguien podría dejarse seducir por criterios meramente cuantitativos y pensar: “es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de lectores”. Bien, pero ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor? Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, o más hijos; y puede hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás, … que es, en definitiva, lo único que cuenta.





[1] Tomás Melendo Granados   Catedrático de Filosofía-Director de los Estudios Universitarios en Ciencias para la Familia de la Universidad de Málaga
[2] Miguel de Unamuno (1864-1936) Escritor  español

[3] Carlos Cardona (1930-1993) sacerdote y filósofo español
[4] José María Pemán (1897-1981) Escritor español

[5] Jutta Burggraf  (1952-2010) Teóloga y Psicopedagoga alemana. Investigadora en temática feminista

[6] Janne Haaland Matláry (1957-  ) Política noruega- Miembro del Pontificio Consejo de Ciencias Sociales.

[7] Marta Brancatisano   Escritora italiana contemporánea

[8] Mercedes Eguíbar  escritora española contemporánea

[9] Wilhelm Riehl (1823-1897)   periodista alemán
[10] Moritz Jókal   Escritor húngaro contemporáneo