Por Mons. Konrad Krajewski
Cuando era mi turno de asistirlo
durante las celebraciones, quedaba siempre conmovido por lo que ocurría en la
sacristía, antes y después de la celebración.
Cuando el Papa venía, se ponía de
rodillas o, en los últimos años del pontificado, permanecía en su silla y
rezaba en silencio. Parecía que el Pontífice no estuviera presente entre
nosotros. En un momento dado, alzaba la mano derecha, y nosotros nos
acercábamos para comenzar a revestirlo en absoluto silencio.
Estoy convencido de que Juan Pablo
II, antes de dirigirse a la gente, pedía a Dios poder ser su imagen viva
delante de los hombres.
Lo mismo ocurría después de la
celebración: en cuanto se quitaba los ornamentos sagrados, se arrodillaba en la
sacristía y oraba.
Durante la última celebración del Corpus
Christi, presidida por el Papa, ya no podía caminar. El maestro de
celebraciones y yo lo habíamos alzado con la silla sobre la plataforma del coche,
expresamente preparada para la procesión: delante del Papa, sobre el
reclinatorio, estaba puesto el ostensorio con el Santísimo Sacramento.
Durante la procesión, el Pontífice
se dirigió a mí en polaco, pidiendo poder arrodillarse. Me quedé desconcertado,
porque físicamente el Papa no estaba en condiciones de hacerlo. Con gran
delicadeza, le sugerí la imposibilidad de arrodillarse, dado que el coche
oscilaba durante el trayecto, y habría sido muy peligroso. El Papa respondió
con su famoso dulce murmullo.
Transcurrido un poco de tiempo,
repitió de nuevo: ¡Quiero arrodillarme!, y yo, con gran dificultad
al tener que repetir el rechazo, sugerí que sería más prudente intentar hacerlo
en las cercanías de Santa María la Mayor.
De nuevo escuché el murmullo.
Sin embargo, después de unos
instantes, al llegar a la Curia de los padres redentoristas, exclamó con
determinación, casi gritando, en polaco: ¡Aquí está Jesús! Por favor...
El maestro de celebraciones fue
testigo de aquellos momentos. Nuestras miradas se encontraron, y, sin decir
nada, comenzamos a ayudarlo a arrodillarse. Lo hicimos con gran dificultad, y
prácticamente sujetándolo nosotros sobre el reclinatorio. El Papa se aferraba
al borde del reclinatorio y trataba de sostenerse; pero las rodillas no lo
soportaban, y tuvimos que volver a colocarlo en la silla, entre dificultades
que no eran sólo físicas, sino que se debían también al obstáculo de los
ornamentos litúrgicos.
Asistimos a una gran demostración
de fe: aunque el cuerpo ya no respondía a la llamada interior, la voluntad permanecía
firme y fuerte. El Pontífice había demostrado, no obstante su gran sufrimiento,
la fuerza interior de la fe, que quería manifestarse a través del gesto de ponerse
de rodillas. No contaban para nada nuestras sugerencias de no llevar a cabo
aquel gesto. El Papa siempre sostuvo que, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento,
hay que ser muy humilde y expresar esta humildad a través del gesto físico.
Desde que Juan Pablo II regresó a
la Casa del Padre, he sugerido a distintas personas que vayan a su tumba a
rezar. Porque él se superaba a sí mismo. Superaba su propio cuerpo, sus propios
sufrimientos.
Mediante mi sencillo servicio al
Romano Pontífice, también yo me he vuelto mejor, como hombre y como sacerdote.
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