Por Fe Álvarez Carracedo
(España)
En televisión,
en la propaganda de productos de belleza, escucho continuamente voces
induciendo a comprarlos, con la rotunda afirmación de Porque tú lo vales. No
logro comprender cómo saben el valor de cada cual, ni en qué reside ese valor
que se nos atribuye gratuitamente. Los eslóganes en la propaganda se repiten
una y otra vez: Porque tú lo vales, o Porque nosotras lo valemos. El premio a
esta supuesta valía es una crema o algo así, que debe pagarse. Realmente, no
somos nosotros los que valemos, lo que vale es lo que cuesta el producto. Basan
su venta en el deseo natural del hombre de ser bello.
Ése y otros
muchos bienes (dinero, juventud...) son dones importantes que nos hacen
valer en el
mundo, pero no valores de la persona que, como tal, se hace valer por sus
buenas obras. Aquéllos nos hacen valer en el mundo; y éstos, en la vida eterna.
Son verdaderos valores intemporales.
Sin embargo, en
parte por influencia publicitaria, el deseo de belleza se convierte en obsesión
exclusiva, en una especie de culto idolátrico del cuerpo: operaciones deseando
tener la nariz de Nicole Kidman, la boca de Jennifer López, los ojos de
Penélope Cruz; pestañas postizas, extensiones en el pelo, operaciones de todo
el cuerpo. Rompen con su ser natural, destruyen su personalidad por parecerse a
estrellas fugaces.
El poeta y
filósofo Jorge Manrique, refiriéndose en sus coplas a los bienes del mundo,
dice que no merecen la pena, pues no son durables. Resalta su fugacidad y
escribe: «¿Fueron sino devaneos? ¿Qué
fueron, sino verduras de las eras?» Yen otra copla insiste: «De sus gentes y
atavíos tan sobrados, ¿dónde iremos a buscarlos? ¿Qué fueron, sino rocíos de
los prados?»
Dios no premia
por lo que tenemos, sino por lo que hacemos. Los bienes de este mundo son muy
apreciables, pero están ahí para que los usemos debidamente y obtengamos
valores espirituales que nos llevan a Dios. No podemos convertir los medios en
un fin absoluto. La belleza interior brilla en los mandamientos, y en ella
reside el verdadero valor del hombre.
Así lo
comprendió el Duque de Gandía, favorito de Carlos V, que vivía en la corte
disfrutando de muchas riquezas. Comprendió lo efímero de su vida cuando tuvo
que acompañar el féretro de la emperatriz Isabel, desde Toledo a Granada, y
allí, antes de enterrarla, verla, para poder dar fe de que era ella. Su
desolación, ante el avanzado estado de descomposición del cadáver de quien
fuera su soberana, fue tal que, profundamente impresionado dijo: “No puedo
jurar que esta sea la emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí
ponemos ... Juro también no más servir a señor que se me pueda morir”. Y una
vez que falleció su esposa, renunció al mundo y se hizo sacerdote, para servir
al Señor que no muere. Era
Francisco de Borja.
Ahora entiendo
mejor lo que me decía mi madre cuando aún era niña: ¡Tú vales mucho! ¡Qué
diferente sentido tiene del Porque tú lo vales, que tan repetidamente escucho
ahora!