Por el P. Antonio Rivero, L.C
¿Qué hombre o mujer no ha hecho en su vida la experiencia de la amistad?
Una experiencia humana hermosa, enriquecedora, humanizante y digna de los
mayores elogios.
La amistad es un valor entre los seres humanos y uno de los dones más altos
de Dios. El mismo Dios se presenta como amigo de los hombres, sellando pactos
de amistad con Abraham, con Moisés, con los profetas. Y al enviar a Cristo, se
mostró como amigo de los hombres: Jesús dio a esta amistad de Dios un rostro de
carne viniendo a ser amigo de los hombres. Pero tuvo, evidentemente, amigos
especiales, e hizo la experiencia gratificante de la amistad, por
ser verdadero hombre.
El mundo en que vivimos está menesteroso de amistad. Hemos avanzado tanto en
tantas cosas, vivimos tan de prisa y tan ocupados, que, al fin, nos olvidamos
de lo más importante. El ruido y la velocidad se están comiendo el diálogo
entre los humanos y cada vez tenemos más conocidos y menos amigos.
El filósofo griego Sócrates aseguraba que prefería un amigo a todos los
tesoros del rey Darío.
Para el poeta latino Horacio, un amigo era la mitad de su alma.
San Agustín no vacilaba en afirmar que lo único que nos puede consolar en
esta sociedad tan llena de trabajos y errores, es el amor que se profesan unos
a otros los verdaderos amigos.
El ensayista español Ortega y Gasset escribía que una amistad delicadamente
cincelada, cuidada como se cuida una obra de arte, es la cima del universo.
Y el propio Cristo, ¿no usó, como supremo piropo y expresión de su cariño a
sus apóstoles, el que eran sus amigos?
Pero la amistad, al mismo tiempo que importante y maravillosa, es algo difícil, raro y
delicado. Difícil, porque no es una moneda que se encuentra por la
calle, y hay que buscarla tan apasionadamente como un tesoro. Rara, porque no
abunda: se pueden tener muchos compañeros, abundantes camaradas, pero nunca
pueden ser muchos los amigos. Y delicada, porque precisa de determinados
ambientes para nacer, especiales cuidados para ser cultivada, minuciosas
atenciones para que crezca…
Laín Entralgo la definía así: "Es la comunicación llena de amor entre
dos personas, en la cual, para el bien mutuo de éstas, se realiza y perfecciona
la naturaleza humana".
En la amistad, el uno y el otro dan lo que tienen, lo que hacen y, sobre
todo, lo que son. Esto supone la renuncia a dos egoísmos y la suma de dos
generosidades: la amistad verdadera consiste en dejar que el amigo sea lo que
él es y quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que debe ser.
Según Martín Descalzo los pilares que sostienen la verdadera amistad son:
v El respeto a lo que el amigo es, y cómo el amigo es.
v La franqueza, que está a media distancia entre la simple
confianza y el absurdo descaro.
v La intimidad espiritual compartida.
v La generosidad como don de sí.
v La aceptación de los errores ajenos.
v La imaginación, para superar el aburrimiento y hacer
fecunda la amistad.
Amigo: que seamos el
uno para el otro una fuente inagotable de riqueza interior.