por Daniel
Iglesias Grèzes
Ingeniero
Industrial
Magister
en Ciencias Religiosas
Bachiller
en Teología
(Uruguay)
La
drogadicción es un fenómeno que se difunde cada vez más. Plantea graves
problemas psicológicos, sociales, espirituales y morales. En esta nota,
deseamos abordar la cuestión principalmente desde el punto de vista del
individuo y de su familia, porque no olvidamos que “en el centro de la
drogadicción se encuentra el hombre, sujeto único e irrepetible, con su
interioridad y su personalidad específica” (1).
La
drogadicción ha pasado, en el decurso de algunos decenios, de un uso
relativamente limitado, reservado a una clase social acomodada e indulgente con
respecto a sí misma, a ser un fenómeno de masas, que afecta ante todo a los
jóvenes, destruyendo vidas, incumpliendo muchas promesas, y que ningún país
hasta hoy ha logrado reducir y ni siquiera frenar. “Gran número de los que
consumen droga son jóvenes, y la edad en que se comienza es cada vez menor”
(2). Niños y adolescentes no dan importancia al uso de la droga incluso en las
escuelas, y sus educadores se sienten impotentes. La droga pone en peligro el futuro
mismo de nuestras sociedades. Por este motivo, nuestra preocupación se orienta
sobre todo a los jóvenes –adolescentes y adultos– porque ellos son hoy las
primeras víctimas de la droga.
Cuando
se aducen argumentos en favor o en contra de los proyectos de ley para la
legalización de las drogas “ligeras” es preciso evitar las simplificaciones y
las generalizaciones, y sobre todo la politización de una cuestión que es
profundamente humana y ética.
Algunos
sostienen que el recurso moderado a algunos productos, clasificados entre las
“drogas”, no implicaría ni dependencia bioquímica ni efectos secundarios sobre
el organismo.
Otros
dicen que sería mejor conocer y acompañar a los drogadictos, en vez de dejarlos
en la ilegalidad, tanto para poder prestarles ayuda como para proteger a la
sociedad. Sobre esa base, se argumenta en favor de la legalización de la droga.
La
ciencia y la técnica siempre han tratado de sacar provecho de las sustancias
químicas para favorecer la curación de las patologías, para mejorar las
condiciones de vida y para incrementar el placer de la convivencia. Los
usuarios han constatado que algunas de esas sustancias proporcionan una
sensación placentera, eufórica, ansiolítica, sedante, estimulante o
alucinógena. Tales “drogas” crean, al mismo tiempo, pérdidas de la atención y
una alteración del sentido de la realidad. El consumo de tales sustancias
favorece, primero, el aislamiento y, luego, la dependencia, con el paso a
productos cada vez más fuertes. En algunos casos el producto crea una dependencia
tan grande que el adicto sólo vive para conseguirlo.
Los
efectos varían según las diversas drogas, y no se puede distinguir claramente,
en el ámbito farmacológico, una clase de “drogas ligeras” y una clase de
“drogas duras”. Los factores decisivos en esta materia son la cantidad
consumida, el modo de asimilación y las eventuales asociaciones (3). Además, todos
los días llegan al mercado nuevas drogas, con nuevos efectos y nuevos
interrogantes. Por último, se debería ensanchar razonablemente el ámbito de la
drogadicción a muchas sustancias (ansiolíticas, sedantes, antidepresivas,
estimulantes) que no son consideradas “drogas”, incluidos el tabaco y el
alcohol (4). En efecto, el problema no se plantea simplemente en términos bioquímicos.
Lo
que importa no es tanto la droga cuanto los interrogantes humanos, psicológicos
y existenciales implicados en esas conductas. Con demasiada frecuencia no se
quiere comprender eso y se olvida que la raíz de la drogadicción no estriba en
el producto, sino en la persona que llega a sentir su necesidad. Los productos
pueden ser diversos, pero las razones básicas siguen siendo las mismas. Por
este motivo, la distinción entre “drogas duras” y “drogas ligeras” lleva a un
callejón sin salida.
Recurrir
a la droga es síntoma de un “malestar” profundo. Como afirma el Pontificio
Consejo para la Familia: “La droga no entra en la vida de una persona de forma
repentina, sino como una semilla que arraiga en un terreno preparado durante
largo tiempo” (5).
Tras
estos fenómenos hay una solicitud de ayuda por parte del individuo, que
permanece solo con su vida; no sólo siente un deseo de reconocimiento y de
valoración, sino también de amor. Por eso, ante todo es preciso remontarse a la
raíz del fenómeno, si se quiere intervenir de modo eficaz en las consecuencias
personales y sociales que provoca el uso de la droga.
El
problema, efectivamente, no estriba en la droga, sino en la enfermedad del
espíritu que lleva a la droga, como recuerda el Papa Juan Pablo II: “Es preciso
reconocer que se da un nexo entre la patología mortal causada por el abuso de
drogas y una patología del espíritu, que lleva ala persona a huir de sí misma y
a buscar placeres ilusorios, escapando de la realidad, hasta tal punto que se
pierde totalmente el sentido de la existencia personal” (6).
En
la drogadicción juvenil, estos problemas humanos son primordiales. El joven que
se deja llevar por la tentación de la droga tiene una personalidad frágil,
inmadura, poco estructurada, y eso guarda relación directa con la educación que
no ha recibido. La mayoría de los especialistas en ciencias humanas sostiene,
desde hace bastantes años, que los jóvenes se ven abandonados por la sociedad,
que no se les atiende ni respeta, y que el ambiente no les proporciona todos
los elementos sociales, culturales y religiosos necesarios para desarrollar su
personalidad.
Nos
encontramos en un mundo en que al niño se le abandona demasiado pronto a sí
mismo. Se espera que despierte su libertad y que se vuelva autónomo, mientras
que, al mismo tiempo, se le hace frágil a largo plazo, porque no se le da la
posibilidad de apoyarse en los adultos y en la sociedad para poder madurar. Al
faltarles ese apoyo básico, muchos niños llegan al umbral de la adolescencia
sinuna verdadera unificación o una estructura interior. Como reacción, frente a
un mundo que parece vacío, considerando su futuro inmediato, algunos intentan,
a pesar de todo, sentirse vivos. Buscan puntos de apoyo y cultivan diversas
relaciones de dependencia con otros, con varios productos o con comportamientos
peligrosos.
Los
padres de estos jóvenes se sienten, lógicamente, preocupados y a menudo buscan
ayuda cuando se enfrentan a lo que les parece un problema grave que, como
mínimo, pone en tela de juicio la maduración psíquica, ética y espiritual de
sus hijos. Un niño, al igual que un adolescente, no tiene el sentido de los
límites, especialmente en un mundo en el que se sostiene la idea de que todo es
posible y que cada uno puede hacer lo que quiera. Los padres tratan de enseñar
a sus hijos lo que se puede hacer y lo que no se ha de hacer, lo que está bien
y lo que está mal. Con frecuencia tienen la impresión de que su actitud
educativa queda debilitada e incluso devaluada por las ideas y las imágenes que
circulan en la sociedad.
En
consecuencia, los padres se sienten a menudo derrotados ante sus hijos,
vencidos por algo que, lamentablemente, les parece más fuerte que ellos en el
ámbito de los medios de comunicación social. Están inquietos porque no se
sienten apoyados por la sociedad. No quieren que sus hijos se droguen, mientras
otros se empeñan por lograr que se legalice la venta y el uso de productos que
favorecen la drogadicción.
Ante
esta escalada de discursos favorables a la legalización, es preciso plantearse los
verdaderos interrogantes. Se han hecho muchos intentos en ese sentido y todos
han resultado fracasos. ¿Se sabe de verdad por qué convendría legalizar la
libre circulación de las drogas? ¿Se quiere también, realmente, seguir luchando
contra la droga o ya se ha arrojado la toalla? ¿Se cede a la facilidad y a la
demagogia o se trata seriamente de prevenir? ¿Es aceptable crear una subclase
de seres humanos vivos, en un nivel infrahumano, como se ve, por desgracia, en
las ciudades donde la droga se vende libremente? ¿Se ha tenido suficientemente
en cuenta lo que los expertos no dejan de decir desde hace muchos años, esto
es, que la drogadicción no depende de la droga, sino de lo que lleva a un individuo
o drogarse? ¿Se ha olvidado que, para vivir, cada uno debe poder responder a
algunos interrogantes esenciales de la existencia? ¿La legalización del
producto no servirá, más bien, para reforzar ese olvido?
Dado
que la drogadicción juvenil depende de una debilidad de nuestro sistema
educativo, no se ve cómo la legalización de estos productos puede favorecer un
mejor control de los mismos por parte de los jóvenes y, sobre todo, cómo les
puede ayudar a comprender lo que buscan a través de estas sustancias. La
legalización de las drogas conlleva el riesgo de efectos opuestos a los que se
buscan. En efecto, se admite fácilmente que lo que es legal es normal y, por
tanto, moral. Cuando se legaliza la droga, lo que queda liberalizado no es el
producto; lo que se convalida son las razones que llevan a consumir ese producto.
Ahora bien, nadie puede discutir que drogarse es un mal. La droga, adquirida
ilegalmente o distribuida por el Estado, siempre contribuye a la destrucción
del hombre.
Por
lo demás, desde el momento en que la ley reconociera este comportamiento como
normal, podríamos preguntarnos cómo actuarían las autoridades públicas para
afrontar el deber de educación y de curación de las personas ante los riesgos
que esa legislación implicaría. Estamos ante una nueva contradicción del mundo
actual, que quita importancia a ese fenómeno y trata, luego, de solucionar sus
consecuencias negativas.
También
se deben considerar las aplicaciones sociales de esa legalización. ¿Se
examinarán sin miedo el desarrollo de la criminalidad, de las enfermedades
relacionadas con la dependencia, y el aumento de los accidentes de circulación,
que derivarán del fácil acceso a las drogas? ¿Se puede confiar profesionalmente
en personas drogadictas? ¿Se les debe garantizar la seguridad de su empleo?
Además, ¿el Estado tiene realmente los medios económicos y de personal para
afrontar el incremento del problema sanitario que conllevaría inevitablemente
la liberalización de la droga?
Frente
a estos interrogantes, el Estado tiene ante todo el deber de velar por el bien
común. Éste exige que proteja los derechos, la estabilidad y la unidad de la
familia. La droga, al destruir al joven, destruye la familia, tanto la actual
como la del futuro. Ahora bien, si esta célula vital y primordial de la
sociedad se encuentra amenazada, es el conjunto de la sociedad el que sufre.
Por lo demás, como subraya el Pontificio Consejo para la Familia, la
drogadicción es, en parte, la razón de la debilitación de la familia, de la
rotura de los hogares (7): “La experiencia de los que trabajan con especial
competencia en el mundo de la drogadicción (…) confirma de modo unánime que el
modelo de la familia fundada en el amor auténtico: único, fiel, indisoluble de
los cónyuges (…), sigue siendo punto de referencia prioritario en el que se ha
de insistir en toda acción de prevención, recuperación y reactivación de la
vitalidad del individuo” (8).
Asegurando
así el bien común, el Estado tiene también como tarea velar por el bienestar de
los ciudadanos. La ayuda del Estado a los ciudadanos debe responder al
principio de la equidad y de la subsidiariedad, es decir, ante todo debe
proteger, aunque sea contra sí mismo, al más débil y pobre de la sociedad. Por
tanto, no tiene el derecho de incumplir su deber de defensa frente a los que
aún no han tenido acceso a la madurez y que son víctimas potenciales de la
droga. Además, si el Estado adopta o mantiene una postura coherente y valiente
con respecto a la droga, combatiéndola sea cual sea su naturaleza, esta actitud
ayudará también a la lucha contra los abusos del alcohol y del tabaco.
La
Iglesia quiere recordar las aplicaciones de este fenómeno. Subraya el hecho de
que, en la perspectiva de una legalización de la venta y del uso de los
productos que favorecen la drogadicción, lo que está en juego es el destino de
las personas. Algunos acortarán su vida, mientras que otros, tal vez sin caer
en la dependencia propiamente dicha, echarán a perder sus años juveniles sin
desarrollar realmente sus potencialidades. No se debe hacer experiencia a costa
de la gente. El comportamiento que lleva a la drogadicción no tiene ninguna
posibilidad de corregirse si los productos que refuerzan ese comportamiento
mismo son puestos a la venta libremente. Al contrario, como ha dicho el Santo
Padre (9), “se ha probado concretamente la posibilidad de recuperación y
redención de la pesada esclavitud” de la droga con métodos basados en la
acogida, la valoración, la educación en la libertad, el amor, “y es
significativo que esto se haya conseguido con métodos que excluyen
rigurosamente cualquier concesión de drogas, legales o ilegales”, sea que se
trate de la droga misma o de un sucedáneo. Y el Papa Juan Pablo II añadía: “La
droga no se vence con la droga”.
Se
pueden tomar diversas actitudes ante el problema de la droga, y todas tienen su
justificación. Sin embargo, a una política de simple “limitación” o “reducción”
de los daños, admitiendo como un hecho de civilización que una parte de la
población se drogue y vaya hacia su perdición, ¿no sería preferible optar por una
política de verdadera prevención, encaminada a construir o a reconstruir una
“cultura de la vida” en esta “marginación” de nuestra civilización de la
eficacia?
Notas
1) Pontificio Consejo para la Familia,
De la desesperación a la esperanza, familia y drogadicción, 1992, 1, Librería
Editora Vaticana, p. 6.
2) Ib.
3) Cf. Comité consultatif national
d’ethique pour les sciences de la vie et de la santé (Paris), Avis n. 43, 23 de
noviembre de 1994, Rapport sur les toxicomanies, p. 13.
4) El Santo Padre Juan Pablo II ha
subrayado la diferencia entre toxicomanía y alcoholismo con estas palabras:
“Existe, ciertamente una clara diferencia entre el recurso a la droga y el
recurso al alcohol: en efecto, mientras que un moderado uso de este último como
bebida no choca con prohibiciones morales y sólo su abuso es condenable; el
drogarse, por el contrario, siempre es ilícito, porque implica una renuncia
injustificada e irracional a pensar, querer y actuar como personas libres”
(Discurso a la VI Conferencia internacional de pastoral sanitaria, 23 de
noviembre de 1991, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29
de noviembre de 1991, p. 10).
5) Pontificio Consejo para la Familia,
op. cit., p. 8.
6) Mensaje del Santo Padre al doctor
Giorgio Giacomelli, subsecretario general, director ejecutivo del programa
internacional de las Naciones Unidas para el control de las drogas, con ocasión
de la Jornada Internacional contra el Abuso y el Tráfico Ilícito de Drogas (26
de junio de 1996): L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de julio
de 1996, p. 6.
7) “El drogadicto proviene
frecuentemente de una familia que no sabe reaccionar ante el estrés por ser
inestable e incompleta, o por estar dividida” (Pontificio Consejo para la
Familia, op. cit., I, b).
8) Pontificio Consejo para la Familia,
op. cit., III, a.
9) Discurso a los participantes en el
VIII Congreso Mundial de las Comunicaciones Terapéuticas, Castelgandolfo, 7 de
septiembre de 1984, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9
de diciembre de 1984, p. 17.
Volver a DSI: Temas Controversiales