La permanencia del libro



Dr. Guillermo Jaim Etcheverry

El presente artículo corresponde a uno de los capítulos del libro “Educación, la tragedia continúa”, del prestigioso médico y científico argentino Dr. Guillermo Jaim Etcheverry. A pocos días de la conmemoración- el 23 de abril- del Día Internacional del Libro, estas reflexiones dan una excelente ocasión para el debate sobre un tema que afecta directamente a los jóvenes y su futuro.

Por su característica de recoger el saber organizado y estructurado, el libro constituye una poderosa línea de defensa del conocimiento frente al avance de la información, conjunto fragmentario de experiencias no relacionadas unas con otras y solo prestigiadas por su novedad. Los niños aprenden sobre el lenguaje y las palabras cuando son expuestos al lenguaje y las palabras. Allí reside la importancia de la lectura y el papel de la escuela, una de las únicas instancias sociales que está en condiciones de estimular a los jóvenes a reconquistar el libro.

La lectura es un refugio frente al aluvión de lo trivial, lo periférico y lo irrelevante, que, por su propia naturaleza, los medios electrónicos están obligados a ubicar en el centro de nuestra atención. A diferencia de la fugacidad de la información, el libro se fortalece con el paso del tiempo, al ser un vehículo del conocimiento reflexivo. Valora nuestras experiencias, no por el atractivo momentáneo de los hechos, sino por la permanencia de su significado. Nos devuelve el valor del tiempo, arrasado por la inmediatez de la información.

El libro representó para la humanidad un triunfo tecnológico porque le permitió acumular y difundir el conocimiento y, sobre todo, conquistar el tiempo. Los muertos pudieron hablar a los vivos como si hubieran sido sus contemporáneos. Hoy, los medios electrónicos que caracterizan nuestra era nos han posibilitado conquistar el espacio: somos privilegiados testigos de todo y, además, de manera instantánea. Lo que está allí está también aquí y, gracias a eso, estamos (o creemos estar) en todos lados. Esta homogeneización del tiempo y del espacio es el rasgo que mejor define a nuestra época.

Aunque confusamente, intuimos ante los libros de una biblioteca que las calladas voces que encierran buscan atraernos para hablarnos sobre el sentido profundo de nuestra vida. Percibimos que hay en ellos algo que podría dar orden y significado a la experiencia humana, trascendiendo lo cotidiano. Como señaló hace un tiempo el pensador estadounidense Daniel Boorstin, sostener hoy la vitalidad del libro “es afirmar la permanencia de la civilización frente a la velocidad de lo inmediato”.

Es que el libro permite un acceso inusitado al patrimonio de la humanidad y hace de cada uno de nosotros el interlocutor y el confidente de Goethe, de Spinoza, o de Dante; nos permite establecer un coloquio singular y privado con los genios. Francisco de Quevedo, quien intuyó muy bien estas posibilidades de la lectura cuando dijo en 1648:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Posiblemente el libro haya llegado a destiempo, como lo destaca este irónico relato del editorialista británico Simon Jenkins:

Supongamos que los gurúes acertaran. En cada rincón de cada casa, oficina y escuela, brilla una pantalla iluminada. De la internet fluye todo lo que humanidad puede desear. Cada ama de casa está conectada con la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. En cuanto deja de llevárselo a la boca, con el simple click del ratón de su computadora, cada niño puede acceder a la teoría de la relatividad. Las acciones de las empresas de electrónica alcanzan niveles récord.
En la oficina -con las paredes tapizadas con tela de jean-  del magnate de internet, Bill Gates, entra William Caxton. Ha diseñado un método para organizar ese material en forma portátil. Su invención no necesita una pantalla iluminada. Permite que las palabras escritas sean leídas con el ojo desnudo e incluso estructuradas en volúmenes compactos que se pueden transportar en una cartera. Son inmunes a los virus y no hacen que los aviones se estrellen. El invento de Caxton no requiere dispositivos electrónicos costosos, baterías, cables o enchufe en la pared. Hasta lo pueden utilizar los países del tercer mundo. Bill Gates advierte la amenaza de inmediato: Caxton ha reinventado el libro. Preocupado, lo acompaña a la salida.
Es que, si el libro hubiera aparecido después y no antes de la pantalla, seguramente se habría declarado la internet una moda costosa y pasajera. Así habrían desaparecido las pantallas sucias y que abruman los ojos con sus enchufes y cables. Su lugar sería ocupado por libros, objeto de belleza adecuados a las necesidades de las clases ociosa móviles. Los gobiernos subsidiarían bibliotecas en las escuelas y organizaría librerías en cada esquina. Los maestros serían reentrenados para leer. Los gobernantes lanzarían iniciativas “Libro 2000” y donarían millones con motivo del milenio. Los libros, por ser baratos, liberarían a los pobres y salvarían la cultura. Caxton se mudaría a Malibú, usaría zapatillas y encabezaría la lista de los hombres más ricos del mundo”.

Cabe mencionar que William Caxton, protagonista de este irónico relato, fue el primer impresor británico, que introdujo en Inglaterra el invento de Gutenberg a fines de 1476.

Una civilización se identifica a sí misma por sus libros. Una casa sin libros es, en todo caso, un refugio, pero no una casa. Los niños y los jóvenes que no leen las grandes novelas pueden estar entrenados, pero no educados. Adquirir habilidad en la computadora es importante porque es hoy una herramienta esencial para vivir, como lo es manejar el dinero y prepararse para las relaciones personales. Pero no tiene nada que ver con la cultura. Las pantallas contribuyen a conseguir la información y ofrecen una distracción, a veces no dañina. Pero que las computadoras tomen el lugar de los libros de texto constituye un travestismo cultural injustificable.

El profesor Nicholas Negroponte, del laboratorio de medios del Massachusetts Institute of Technology, esbozó en 1995, en su libro “Ser Digital”, un alucinante panorama de lo que será el mundo de las comunicaciones en el futuro. Fibras ópticas transmitirán bibliotecas enteras de información en segundos y 30 millones de personas podrán leer simultáneamente el mismo libro. De nuestras casas podremos enviar mensajes a quien se nos ocurra en cualquier lugar del mundo. Recibiremos diarios “personalizados”, con sólo las noticias que nos interesan. La televisión nos ofrecerá alternativas infinitas: cientos de canales nos permitirán ver al instante lo que sucede en cualquier lugar de la Tierra (lo que nos quieran mostrar, claro). Y así será nuestra vida futura, un paseo deslumbrado por autopistas virtuales que cubrirán el globo. Casi un cuarto de siglo más tarde, estas anticipaciones se han concretado.

Pero… ¿hay 30 millones de personas interesadas en los libros que puedan “bajar” de las autopistas informáticas? ¿Producimos tantos mensajes originales para mandar a nuestros corresponsales en todo el mundo? ¿Traen novedades tan importantes los diarios personalizados que, sin duda, contribuyen a estrechar aún más nuestra limitada comprensión del mundo?

La clave parece darla el mismo Negroponte cuando se le pregunta qué puede hacer la computación para mejor el placer proporcionado por una obra de Shakespeare. Responde: “No tengo mucho interés en Shakespeare. Pero la tecnología podrá encontrar medios para tornarlo más interesante para mí”. Despertar el interés por Shakespeare, o por la cultura en general, no constituye un desafío tecnológico, es una aventura radicalmente humana. Negroponte no tiene mucho interés por Shakespeare; le atrae, en cambio, el vehículo tecnológico. Es como si alguien afirmara: “No me interesa Velázquez, yo estoy preocupado por los pinceles”.

Resulta absurdo que la comunicación mediante las pantallas requiera ridiculizar los libros para reforzar su autoestima. Uno de los problemas que advierte Negroponte es que al libro hay que tomarlo de un estante, lo que hace que a él sólo pueda acceder una persona por vez. En 1998 el lingüista Geoffrey Nurnberg declaraba que el libro, tal como lo conocemos, desaparecería. El advenimiento del hipertexto digital, afirmaba, liberará al lector de la tiranía del escritor. Es como decir que estrellar cuadros en el suelo liberará a los contemporáneos de la tiranía de los artistas. Es la libertad de los muertos cerebrales. Precisamente el objetivo es poder compartir la experiencia del artista, no privilegiar la propia.


El libro es la invención central de la civilización moderna. Así lo demuestra la historia de la comunicación, desde Gutenberg y Caxton hasta ahora. Lo que se incorporó al panorama cultural en el siglo XV no ha sido desafiado, por supuesto, por nada que la electrónica pueda ofrecer.

Como sostienen algunos autores, el desprestigio de la lectura resulta del descrédito contemporáneo del esfuerzo. La lectura de un libro requiere realizar un esfuerzo intelectual que pocos están dispuestos a emprender. Leer es una tarea formativa, porque la lectura-que es un hábito que se adquiere durante la infancia y la adolescencia-nos hace reflexivos y racionales, nos enseña a escribir y a hablar. Sobe todo nos impulsa a meditar, a desarrollar nuestra imaginación. No es casual que, cuando se les pregunta acerca de lo que sienten cuando leen, algunos niños respondan: “¡Es como si soñáramos!”

En cuanto al estudio, la lectura productiva es de difícil sustitución por los medios audiovisuales. Hay fenómenos difíciles de contar, cuyo entendimiento puede, tal vez, facilitarse por las imágenes. Pero en raras ocasiones nos permiten esas imágenes adentrarnos en la complejidad del fenómeno que queremos entender. Para eso hay que recurrir al texto escrito, que nos permite exponer, transmitir y recibir ese tipo de razonamientos en un diálogo reflexivo, pausado, de ida y vuelta, con el conocimiento. Está demás decir que algunos argumentos requieren un lenguaje distinto del que manejamos a diario, como por ejemplo, el lenguaje matemático. Es indudable que la mayor parte del conocimiento complejo, basado en abstracciones, seguirá transmitiéndose por la lectura. De modo que, pese al auge de los medios audiovisuales, el dominio y la comprensión de la palabra escrita y de conceptos abstractos distinguirá a las sociedades capaces de mantener el liderazgo político y económico, y de mejorar el nivel de vida de sus habitantes.

Por esas razones resulta preocupante comprobar que los libros constituyen objetos extraños en la vida de nuestros niños. Despertar el interés de niños y jóvenes por la lectura seguirá siendo una responsabilidad ineludible de la familia y de la escuela.