La prostitución no es un trabajo


por Javier Cámara


La prostitución es una realidad mundial demostrada por estadísticas contundentes y dolorosas, sobre la base de testimonios de mujeres esclavizadas por proxenetas y mafiosos. Si bien la trata de personas abarca otras esclavitudes además de las que se evidencian en la prostitución, la conclusión que pareciera más evidente es que sin prostitución se eliminaría la trata de personas en su totalidad. La posibilidad de que el Estado persiga la instalación de  lugares donde se ejerce la prostitución, y que también persiga a los consumidores de la oferta sexual, toca sin duda  intereses económicos. Pero también afecta a intereses ideológicos de asociaciones de mujeres que exigen se respete el ejercicio de supuestos “derechos laborales”, ya que se denominan a sí mismas “trabajadoras sexuales”.

Pero, ¿responde a la dignidad humana el concepto “trabajadora sexual”? ¿Es la prostitución un “trabajo”? En una sociedad plural, secularizada, que ya no reconoce valores que estén por encima de otros, donde conviven antropologías diversas, es necesario reflexionar sobre este aspecto con mucha tolerancia y misericordia, pero también con claridad.

¿Qué es trabajo? Hay diversas definiciones que, según se las plantee, nos pueden acercar más a la verdad. Desde una perspectiva superficial, que atrae coincidencias, se puede decir que el trabajo es “un esfuerzo personal para la producción y comercialización de bienes y/o servicios con un fin económico, que origina un pago en dinero o cualquier otra forma de retribución”.

Pero tan superficial es esta definición que, desde ella, se podría argumentar sin contradicciones que ser sicario o asesino a sueldo es también un trabajo, ya que alguien se esfuerza por producir u hecho (la muerte de otro), o un servicio (hacer algo que otro no puede hacer), a cambio de dinero, es decir, por un fin económico.

Hay algo que no cierra en esta aproximación y tiene que ver con que se deja de lado la cuestión central: el trabajo es una característica humana, “personal”, como deja entrever la definición planteada. Esa distinción eleva el mero esfuerzo corporal y/o intelectual a un plano superior, al plano de los valores que deben responder a la naturaleza y a la dignidad de las personas. Con ello, el trabajo aparece como un deber y un derecho, mediante el cual la persona actualiza las capacidades inscritas en su naturaleza, exalta sus talentos  y virtudes, procura su sustento y el de su familia, y sirve a la comunidad humana. No se trata sólo de esforzarse para ganar plata.

Un proceso similar hay que recorrer para discernir el otro término del concepto “trabajo sexual” que hemos puesto en debate. En general, la sexualidad puede definirse como el conjunto de condiciones anatómicas, fisiológicas y sicológico-afectivas que caracterizan a cada sexo. También, como el conjunto de fenómenos emocionales y de conducta relacionados con el sexo, que pueden marcar de manera decisiva al ser humano en las fases de su desarrollo.

Desde una antropología integral se concluye que la sexualidad no es algo puramente biológico, sino que mira a la vez el núcleo íntimo de la persona. El uso de la sexualidad como donación física tiene su verdad y alcanza su pleno significado cuando es expresión de la donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte.

En efecto, cuando se habla de sexualidad humana, se habla de donación, no de compraventa; se habla de persona, no de mercancía; se habla de amor, no de dinero.

En concusión, la prostitución es una actividad humana, pero no un trabajo propiamente ducho que esté a la altura de la dignidad humana: porque no dignifica a nadie, convierte a quienes la practican en meros objetos, y no produce ningún bien a la comunidad, sino todo lo contrario.

Es necesario apuntar aquí que hay toda una cuestión cultural que transformar para que se entienda este paradigma. Los verdaderos hombres no pagan por sexo. Incluso en las familias  que se dicen cristianas hay resquicios de este estropicio machista cultural: los verdaderos varones no “debutan” con cualquiera. Por el contrario, los verdaderos hombres de bien son los que guardan la castidad hasta comprometer su vida para donarla a quien amen para siempre. Dios permita que todas las personas puedan realizar sus vidas en trabajos y en conductas que estén a la altura de la dignidad humana.