La miel, símbolo de la abundancia, la sabiduría y la dulzura de Nuestra Señora

Andrea Mantegna (1431-1506): 
Jesús en el huerto de los olivos


El tercer milenio a.C. es la época en la que la miel se “democratizó”, convirtiéndose en un alimento de consumo generalizado tras ser inicialmente un producto de lujo e incluso una prerrogativa real y divina. Esto fue posible gracias al desarrollo de la apicultura a gran escala. De hecho, se han encontrado tarros y panales de miel que datan de esa época en tumbas privadas. Además de utilizarse como alimento, la miel se usaba como ofrenda en el templo y como regalo votivo, y también como “moneda” para pagar tributos. Y las abejas eran emblema de unión, ahorro, limpieza y laboriosidad.

En la época del emperador Augusto, hacia el año 30, la apicultura entró en su época dorada. Los métodos de apicultura estaban entonces bien establecidos, aunque eran bastante primitivos: las abejas se recogían en troncos de árboles huecos y en cajas de madera untadas con arcilla y estiércol de vaca. Pero la apicultura era de gran importancia para los romanos, ya que la miel se utilizaba de muchas maneras: como edulcorante (además de para la alimentación, para endulzar el vino y para la preparación de bebidas como el hidromiel, el melicratum, etc.), como medicina y en algunos ritos religiosos. La cera, en cambio, se utilizaba para hacer tablillas en las que se escribía, en los ritos religiosos, en la medicina y para la iluminación

Según la tradición de esa época, a los recién casados se le daba una bebida a base de miel mezclada con agua o leche en señal de buena suerte: de esta costumbre procede la expresión “luna de miel” que aún hoy se utiliza para indicar el primer periodo del matrimonio.

Son muchos los autores antiguos que escribieron sobre las abejas y la miel, incluso en la Biblia. A diferencia de la abeja (דְבוֹרָה - deborah en hebreo), que sólo se menciona en la Biblia cinco veces, el producto de su trabajo –la miel- se menciona más de sesenta veces: la encontramos en las rocas (Salmos 81,16), en la madera, pero también en los cadáveres de animales muertos (Jueces 14), y siempre simboliza cosas positivas: la abundancia (Éxodo 3,7-8), la sabiduría (Proverbios 24,13-14), e incluso la palabra de Dios (Salmos 19,10-11 y 119,103 y Ezequiel 3,3).

Varios pasajes de la Biblia indican cómo se consumía la miel: pura y simple (Samuel 14,29), con panal (Cantar de los Cantares 5,1), con leche (Cant. 4,11), con mantequilla y cuajada (Isaías 7,15), con langostas (Mateo 3,4), mezclada con harina (Éxodo 16,31).

El pueblo de Israel utilizaba la miel, al igual que los romanos, no sólo como alimento sino como medicina y para los ritos religiosos (aunque la abeja era considerada –en un principio- un insecto impuro). No sabemos qué variedad de abejas había hace veinte o treinta siglos, pero sabemos con seguridad que la apicultura era muy apreciada.

Siglos después, en 1457, el pintor italiano Andrea Mantegna reunió en un cuadro al Salvador y a la miel. El cuadro es Jesús en el Huerto de los Olivos (conservado en el Museo de Bellas Artes de Tours, Francia), donde vemos dos elegantes colmenas a la izquierda. La simbólica inclusión de colmenas en la pintura evoca al Salmo 117,12:

“Me han rodeado como avispas [algunas traducciones de la Biblia utilizan la palabra “abejas”], ardiendo como fuego entre las zarzas, pero en el nombre del Señor los rechacé”.

 

 

La Virgen, Sansón y el panal de miel


Cuando cantamos el Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción, nos encontramos con un bello título de Nuestra Señora: el panal del fuerte Sansón. ¿Qué significa ello? Un episodio ocurrido con Sansón nos da la clave del enigma.

En sus constantes caídas en la idolatría, el pueblo israelí sufría castigos impuestos por Dios, a fin de traerlo de vuelta al buen camino. Entregado a las manos de sus enemigos, el pueblo elegido quedaba reducido a la esclavitud, y recordaba, entonces, clamar al Señor pidiendo misericordia. Como respuesta a esos clamores, Dios suscitaba entre los hebreos héroes extraordinarios, llamados jueces, que los liberaban y guiaban a la conversión, llevándolos a invocar ardientemente a su único y verdadero Señor.

En cierta época, habiéndose alejado los israelíes de Dios, fueron sometidos a los filisteos, por cuarenta años. Para librarlos del cautiverio, Dios suscitó como juez al fuerte Sansón.

Así cuentan las Escrituras: “Sansón descendió con su padre y su madre a la ciudad de Tamna. Cuando llegaron a las viñas de la ciudad, apareció de repente un león rugiendo que arremetió contra él. El espíritu del Señor se apoderó de Sansón, y él despedazó al león como si fuese un cabrito, sin tener nada en la mano” (Jz 14, 5-6).

Algunos días después, retornando a la ciudad, “Sansón se alejó del camino para ver el cadáver del león. Pero he allí en la boca del animal estaba un enjambre de abejas y un panal de miel. (…) Tomó la miel en las manos e iba comiéndola por el camino; y, habiendo alcanzado a sus padres, les dio, también, la miel” (Jz 14, 8-9).

De la pluma de autores católicos nacieron espléndidos comentarios relacionando el panal de miel con la Santísima Virgen. Veamos algunos: “Como el panal trae la miel, María, aunque poseedora de una naturaleza mortal, trajo dentro de sí a Jesús, autor de la vida. No podía, pues, la celestial miel querer otro panal que no fuese el purísimo y blanquísimo ‘panal’ del inmaculado seno de María.”

Además, habiendo el panal de miel sido extraído del cadáver de un león, nos es resaltada la imagen de la vida que se encuentra en el propio seno de la muerte: de María vino el Salvador del mundo, que sacó a toda la humanidad de la muerte producida por el pecado, dándonos la vida y la salvación. 

En el panal de miel recogido por Sansón podemos percibir, también, un símbolo de la extrema e incomparable dulzura de Nuestra Señora.

En efecto, en María jamás hubo dureza, frialdad ni inconstancia de ánimo, sino solamente amenidad, belleza y constante cordialidad perfecta, movidas por la gracia. ¡Cuán dulce y amable era Ella en la casa de San Joaquín y de Santa Ana, en el templo de Jerusalén, en el exilio, en Nazaret, durante la Pasión y durante su permanencia en la tierra después de la Ascensión! ¡Acercarse a Ella, verla, oírla, era indecible felicidad!

 

Ahora, desde lo más alto de los Cielos, continúa emanando de María toda suerte de benevolencia y bondad, atrayendo a todos sus hijos e hijas. Ella es la Virgen meliflua, cuya suavidad atrae toda alma que a Ella se abre: “Si la dulzura está en proporción con la pureza y la caridad, ¿qué auge de perfección no alcanzó la dulzura de María, la más pura, humilde y amable de las criaturas?” 

La Santa Iglesia, en su liturgia, no deja de resaltar esa amabilidad de María, en estos breves, pero expresivos términos: “Vuestros labios son como un panal de miel que destila la suavidad; la leche y la miel están sobre vuestra lengua, tanto vuestras palabras son deliciosas.”

Como verdaderos hijos de María Santísima, dejémonos envolver por tan excelsa e inefable dulzura y pidamos a Ella que despierte nuestra entusiasmada admiración, nuestra confianza sin límites en Ella y, sobre todo, que busquemos imitarla en cada momento de nuestra existencia.


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