Por Catherine
L'Ecuyer
Investigadora y divulgadora de temas educativos.
Cuando debatimos sobre estilos
parentales, tendemos a polarizar el discurso, echando mano de caricaturas como
las del cruel padre autoritario, del padre
obsesivo, del padre excesivamente permisivo, o del despreocupado, para nombrar algunos clichés. El padre autoritario no duda en despertar a sus
vástagos a las 4 de la mañana para hacerles ensayar violín dos horas, antes de
lanzarles para una carrera parecida a la de un pequeño ejecutivo estresado. El
padre obsesivo no deja que se suban a
un árbol o que exploren solos en el bosque, no vaya a ser que se caigan, que se
manchen, o que se asusten viendo una ardilla. El padre excesivamente permisivo, se dedica a inculcar a su
hijo la idea de que el mundo se ha de comportar como él quiere, en caso
contrario la culpa es del mundo cruel e injusto que no entiende y no respeta
cómo se siente, y el niño tiene todo el derecho a rebelarse contra la
autoridad, que nunca es legítima. El padre despreocupado
es aquel que dedica todas sus energías en colocar a sus hijos en manos de
terceros el más largo tiempo posible, mientras pase la infancia, esa etapa que
él considera de demasiados dolores de cabeza.
¿Con qué estilo te identificas?
Seguramente con ninguno. Esos estilos de crianza son, en realidad, caricaturas
o etiquetas que nos ayudan a entender por qué algunos extremos pueden hacer
daño a los niños. El problema empieza cuando, por ignorancia, usamos esas
etiquetas para describir estilos de crianza que contribuyen al BUEN desarrollo
del niño. Cuando etiquetamos a padres, asociándoles injustamente con unos u
otros de esos estilos de crianza, por sacar algunos elementos fuera de
contexto, o por no saber matizar por edad lo que es propio de una etapa o de
otra, reprochándonos unos a otros de ejercer una paternidad siempre imperfecta.
¿Ejemplos?
Acompañar a un niño ayudándole a
tomar buenas decisiones no nos convierte necesariamente en padres permisivos.
Poner reglas en casa, como por ejemplo que uno ayude a poner la mesa, o que
tenga un horario para practicar el piano, tampoco nos convierte en un padre
autoritario. Impedir que un hijo temerario se suba a un árbol de 60 metros no
nos convierte en padre obsesivo. Dejar que un niño de 7 años juegue libremente
y sin supervisión en el jardín de casa mientras hacemos otra cosa, no nos
convierte en padres despreocupados. Dar el pecho hasta los 2 años, llevarse al
bebé a todas partes y decidir de no escolarizarle hasta los 6 no nos convierte
en madre histérica. Exigir que un niño sea honesto, amable y no pegue nunca a
sus hermanos no nos convierte en padres crueles y jerárquicos. Y atender a un
bebé que llora, o recoger y dar ánimo a un niño que tiene dificultad en el
colegio o que es víctima de acoso, no es sobreproteger.
Educar no es algo matemático. La
vida es más rica que encasillarse en una u otra categoría de estilos de
crianza. Lo lógico es que encontremos un poco una mezcla de todo y de más
cosas, además de muchas luces y sombras con las que uno mismo intenta luchar y
lidiar cada día en el afán de superarse, deseando lo mejor para unos hijos por
quienes daríamos la vida.
No, nadie nos dijo que la
educación de nuestros hijos iba a ser fácil, y que íbamos a sufrir tanto por
culparnos de todo lo que no sale como estaba previsto. ¡Ay!, esa culpabilidad…
En ella está el secreto del éxito de la “industria del consejo empaquetado”.
Sí, sí, gente a la que se les paga por decirnos exactamente lo que hemos de
hacer y lo que no, para que nuestros hijos obedezcan, coman, duerman y, sobre
todo, que utilicen la tecnología de forma perfectamente responsable. Lo llaman
“manual definitivo de la crianza”, como si la crianza fuese un método rígido,
algo cerrado a la libertad del educado. Pues no. Mala noticia para los padres
autoritarios o “que lo saben todo”: no existen padres perfectos, y si nos dicen
que existen, yo sospecharía de ellos, porque si nunca se equivocan, entonces
nunca rectifican. Entonces que se
preparen para tener niños peligrosamente soberbios, lo que es un signo claro de
que sus padres no eran perfectos educadores. El manual perfecto de crianza
tampoco existe, y por una razón bien sencilla: las personas que escriben esos
libros no conocen a nuestros hijos. ¿De verdad que para educar a alguien hay
que conocerle? La pregunta puede parecernos surrealista, pero no lo es tanto,
en un modelo educativo cada vez más digital. La educación verdadera empieza,
por un lado, con el conocimiento que tiene un padre de su hijo y, por otro
lado, por esa sensibilidad parental, que se desarrolla a base de estarse tiempo
con él. (Mala noticia para el padre despreocupado).
Los consejos genéricos que no
toman en consideración la edad y las circunstancias del niño no sirven. Por
ejemplo, antes de los dos años, una exigencia mal entendida puede interferir
con el vínculo de apego, tan necesario para el buen desarrollo de la persona.
Después de los 3 años, los padres deberían empezar a exigir gradualmente, en
virtud del vínculo de apego, que es la base para la confianza, y ésta es la
base para la autoridad. Cuando pretendemos solucionar los problemas a base de
consejos “para todos”, sin entender a los niños en general y en particular, nos
perdemos en la mecánica y nos olvidamos del fin de la educación.
En definitiva, todo iría bastante
mejor si nos olvidáramos del “cómo”, del “qué” o de las etiquetas, y
empezáramos a preguntarnos por el “por qué” y el “para qué” de la educación.
Educar no es conseguir un niño a la carta o un pequeño Einstein. El niño no es
un trofeo deseado y pre-diseñado para cumplir con los dulces sueños imaginados
de una paternidad o de una maternidad idílica y utópica. Si fuera así, claro
que no tardaríamos en arrepentirnos. Dejémonos de utopías y de dar vueltas como
los helicópteros. Educar es ser jardinero. Eso no quiere decir que no haya que
podar, quitar algunas malas hierbas de vez en cuando y velar para que no se
acerquen demasiado los caracoles a las tiernas hojas… Y no quiere decir que no
nos vayamos a equivocar jamás podando demasiado o no suficientemente. Es
curioso, porque a pesar de la imperfección del jardinero, las hojas siguen
creciendo, como el bosque vuelve a explotar en la primavera después de la
helada. Educar es ayudar a otro ser libre de desear lo bello, creciendo todo lo
que permite su naturaleza, hacia arriba.
Tener un hijo, es una apuesta tan
grande como es la libertad del que traemos al mundo. Es dejar entrar en tu
corazón otro ser libre, que puede inundar tu vida de sentido, a la vez que te
puede dejar el corazón patas arriba, o dejártelo incluso deshecho a pedazos. Y
no me refiero a quitarte calidad de vida, que eso, para quien entiende lo que
implica la paternidad, francamente es lo de menos. Tener un hijo es uno de los riesgos más
maravillosos del mundo. Es la mayor locura que hayamos cometido nunca. Pero
nuestra naturaleza está tan curiosamente hecha que volvemos a repetir esa
locura, una y otra vez.