A un joven que, concluidos sus estudios,
se traslada a la Corte para ingresar a la Universidad
Annecy, 8 de diciembre de 1616
Por fin vas a izar velas y
adentrarte en ese altamar del mundo que es la corte. Dios te proteja y te lleve
siempre de su santa mano.
No soy tan asustadizo como
muchos, y no creo que tu profesión sea de las que más peligro ofrecen a las
almas bien nacidas y a voluntades vigorosas; sólo veo dos escollos principales
en ese golfo: la vanidad, que estropea los espíritus flojos, perezosos,
femeniles y ligeros; y la ambición, que pierde a los corazones audaces y
presuntuosos. (...) Para combatir todo eso, dígote que sigas nutriendo el alma
con los manjares espirituales y divinos, robusteciéndola contra la vanidad y
frenándola contra la ambición.
Comulga con frecuencia, pues nada
como ello te afianzará en la virtud. Para practicar debidamente este ejercicio,
sométete al consejo de un prudente confesor, rogándole que con su autoridad te
pida cuenta, en la confesión, de las faltas que hagas a este propósito, si se
te pasa por alto algún día de comunión. Confiésate siempre con humildad y con
verdadero propósito de enmienda. No te olvides nunca de pedir al Señor su auxilio
cuantas veces hayas de salir de casa, y de implorarle el perdón de tus pecados
todas las noches al acostarte.
Guárdate sobre todo de los malos
libros; por nada del mundo te seduzcan ciertas obras muy admiradas de los
cerebros débiles que hacen gala de ponerlo todo en duda, de menospreciarlo todo
y de burlarse de toda norma tradicional. Búscate, por el contrario, libros de
sólida doctrina, cristianos y espirituales, para recrearte siempre.
Te recomiendo la mansa y sincera
cortesía, que, sin molestar a nadie, a todos obliga; que busca el amor con
preferencia al honor; que no se divierte nunca a expensas de otra persona, ni
zahiere, ni rechaza ni es rechazada, a no ser alguna vez por excepción.
Cuida de no entorpecerte con amoríos, y de impedir que los sentimientos se anticipen al juicio y la razón al seleccionar las personas dignas de ser amadas, pues apenas los afectos han abierto su camino, arrastran a la razón, como a una esclava, a ternuras muy inconvenientes y causantes de arrepentimiento que no se hace esperar.
Me asusta pensar que te des al
juego. Lo temo porque sería para ti un inmenso mal; en pocos días verías
disiparte tu corazón y marchitarse todas las flores de tus buenos deseos.
(...)Y nada digo de la secuela que ello trae de cólera, desesperación y locura,
de la cual no queda exento el último jugador.
Deseo que tu corazón tenga
fortaleza bastante para no halagar demasiado el cuerpo con refinamientos en la
comida, exceso en el descanso y otras comodidades parecidas; un corazón
generoso siempre menosprecia los regalos y delicias de los sentidos (...) pues
conviene que la razón se ejercite en hacer valer la autoridad que tiene para
regular los apetitos sensuales.
(...) Medita con frecuencia en
que vamos por este mundo entre el paraíso y el infierno; que el último paso de
esta marcha nos dejará en la morada eterna, y que desconocemos cómo será este
paso, el cual, para andarlo con seguridad, requiere que nos adiestremos en dar
bien los anteriores. ¡Dichoso el que medita en la eternidad! ¿Qué significa entretenerse
en un juego de niños sobre un mundo que no sabemos cuántos días tiene?
Para terminar como empecé, te
repito que vas a arriesgarte en alta mar, y que debes tener siempre a
Jesucristo por patrón; la cruz, por mástil que sostendrá el velamen de tus
propósitos; por ancla, una profunda confianza en El.
Parte ya en buena hora. Que el
viento de las celestiales inspiraciones hinche siempre y cada día más
prósperamente las velas de esa tu nave, hasta arribar felizmente al santo
puerto de la eternidad.
Francisco de Sales, Obispo de Ginebra