Fuente: Vox Fidei
Junto al pozo de Sicar (detalle)-Mosaico de Mirko Rupnik,s.j.
La Iglesia ha sido y es pionera en la defensa y promoción de la mujer y sus
derechos.
Es frecuente escuchar la crítica de que la religión en general y el
cristianismo en particular han fomentado la sumisión de la mujer.
En efecto, la revelación judeocristiana difundiría un modelo patriarcal de
Dios, justificando formas de conducta, roles sociales y familiares que oprimen
al sexo femenino. Por ello, para estas personas, el paquete de la liberación
femenina incluye, necesariamente, la liberación de una religión patriarcal y
machista que ha hecho cristalizar estructuras sociales opresivas para la mujer,
cimentándolas religiosamente, es decir, desde lo más profundo de la conciencia.
Como teoría suena bien, es sugestiva, engancha. Pero si uno vuelve la
mirada a la humilde realidad, descubre que no es consistente. Es decir, es una
afirmación gratuita, falsa. Las causas del error suelen ser dos. Primero,
amnesia, es decir, poca memoria histórica, olvido. En segundo lugar,
anacronismo, juzgar a las personas del pasado con parámetros del presente,
defecto bastante generalizado.
Una vez conocida la historia es fácil señalar los errores, los cuales no
eran evidentes a quienes la protagonizaron con los elementos de juicio que
tenían a su disposición. Es como pedirle a un niño de nueve años que resuelva
ecuaciones diferenciales.
Es bueno refrescar la memoria para ver todo lo que la “religión patriarcal
por excelencia” le ha aportado a la mujer.
En los albores del cristianismo el mundo estaba bajo el dominio romano. En
esta cultura estaba muy difundido el aborto y, principalmente, el infanticidio
de niñas. Era dificilísimo tener hermanas, pues lo habitual era tolerar, como
máximo, una mujer por hogar. Si nacían más, con bastante frecuencia se las
dejaba morir. El cristianismo condenó esta práctica desde el principio, y
cuando se implantó, acabó con ella. También condenó, y en cuanto pudo, acabó
con la prostitución sagrada, bastante común entonces.
Las relaciones entre hombre y mujer no estaban basadas en la igualdad.
Jesucristo fue en este aspecto revolucionario, incluso en el seno del judaísmo.
Al prohibir no sólo la poligamia, sino también el divorcio y lógicamente el
concubinato; le otorgaba a la mujer un estatuto de igualdad.
El deber religioso le imponía al marido obligación de fidelidad, lo cual
era revolucionario, en una cultura –la romana– donde, por ejemplo, era habitual
tener intercambio sexual con las esclavas. En la evangelización de América
sucedió otro tanto. Para recibir el bautismo el cacique tenía que elegir, entre
sus muchas mujeres, con cuál se quedaba.
También, curiosamente, la Inquisición defendía a la mujer al perseguir la
bigamia; de hecho, esa era una causa que frecuentemente juzgaba tan temido
tribunal. Actualmente se sigue defendiendo la dignidad femenina, condenando la
pornografía, la trata de personas y los vientres de alquiler.
A Jesús le sigue un grupo de mujeres, que escuchaban sus enseñanzas y le
ayudaban. A ojos de sus contemporáneos aquello resultaría escandaloso. De
hecho, es una mujer la primera testigo de la Resurrección (María Magdalena), y
el Señor le da el encargo de avisar a los apóstoles, en una cultura donde no
era aceptado el testimonio de la mujer (de hecho, no le creyeron).
El cristianismo instauró la primera “seguridad social” (el imperio carecía
de estas estructuras), haciéndose cargo de las personas que estaban
particularmente desprotegidas, como es el caso de las viudas, a las cuales,
además, otorgó un importante papel dentro de la comunidad creyente. Esa amplia
red de asistencia social continúa existiendo en la actualidad, siendo
frecuentemente beneficiadas las mujeres, por ejemplo, en los hogares de acogida
para mujeres con embarazos no deseados o las ancianas en los asilos.
Alguno puede objetar: “¡Estupendo!, pero ¿cuándo veremos a una papisa,
obispa, o por lo menos, sacerdotisa?” Buena objeción, pero improcedente por dos
motivos. El primero consiste en aplicar a la Iglesia, realidad fundamentalmente
espiritual, moldes propios de la sociedad política. El segundo es presuponer,
erróneamente, el clericalismo; es decir, pensar que se es más cristiano por ser
clérigo. Ambos son equivocados.
El fin del catolicismo no es escalar la jerarquía, sino la santidad. De ahí
el papel central que juega una mujer, María, modelo de la Iglesia. Quizá se
entienda con un ejemplo: pocos católicos recordarán quién era Papa en la época
de Santa Teresita de Jesús, pero pocos ignorarán quien fue esta gran santa. Es
decir, más importante que ser Papa es ser santo.
En la Escritura la Iglesia es descrita como mujer y María es la cumbre o
modelo de la Iglesia.