Fuente: Catholic.net
Narciso, de Caravaggio (1571-1610)
Una cosa es tener una razonable dosis de autoestima, y otra pretender que
todo el mundo gire a nuestro alrededor.
Algunos autores alertan frente a la creciente ola de egocentrismo que
inunda los países más desarrollados.
Entre los múltiples factores que estos autores enumeran como causantes de
la epidemia de narcisismo, hay dos particularmente interesantes.
El primero es la avalancha de mensajes que nos repite que somos especiales,
que no somos como los demás. Fruto de esta insistencia, hoy en día nadie se
conforma con ser estándar o normal. Todos queremos ser especiales,
extraordinarios, sobresalientes. Como es lógico, no defendemos que tengamos que
ser mediocres o “del montón”: cada uno deberá esforzarse por sacar su mejor
versión.
Ahora bien, lo contrario del conformismo es el inconformismo, y no un
narcisismo que lleva a creerse único, especial, excepcional. El inconformismo
nos lleva a luchar contra nuestros defectos. El narcisismo, a envanecernos con
nuestras virtudes, muchas veces exageradas en nuestra imaginación. El
inconformismo es un acicate; el narcisismo, un narcótico. Tratar con quienes
luchan cada día por mejorar es una maravilla, mientras que tratar con personas
que siempre se consideran “la excepción” resulta verdaderamente agotador.
El segundo factor que contribuye a la epidemia narcisista es el auge de las
redes sociales de Internet. Y ello porque fácilmente los perfiles personales se
convierten en monumentos a uno mismo, donde los usuarios se dedican
obsesivamente a ensalzar sus logros y sus virtudes. Como un coro de niños
mimados, muchos usuarios de las redes comparten vivencias con la única
intención de llamar la atención de los demás: “mira qué bien estoy en esta
foto”; “fíjate qué cool salgo aquí”; “este bíceps, ¿no te parece grandioso?”;
“¿sabías que el sábado acabé la media maratón en menos de dos horas?” …
Y así, hasta el infinito y más allá, como diría Buzz Light Year. En lugar
de ser espacios de recuerdos compartidos con las personas queridas, las redes
se transforman en un santuario del autobombo y la vanidad más ridícula.
Todos tenemos una marcada tendencia al narcisismo, que es preciso mantener
a raya. Una cosa es tener una razonable dosis de autoestima, y otra pretender
que todo el mundo gire a nuestro alrededor, como si fuéramos el Rey Sol. El
narcisismo puede resultar gratificante en el corto plazo –¡qué agradable es que
todo nos admiren! -, pero a medio y largo plazo configura personas egoístas,
aburridas y carentes de relaciones profundas y significativas.
Para frenar esta epidemia de narcisismo, y evitar convertirnos en unos
verdaderos ególatras, existe una vacuna realmente eficaz: pensar en los demás.
Veamos tres formas de administración de esta poderosa vacuna:
Ser agradecido. El narcisista no suele dar las gracias. Él es el mejor,
tiene derecho a las cosas. Los demás están en deuda con él, por sus muchos
talentos. La persona humilde, sin embargo, sabe agradecer cualquier pequeño
favor o servicio, valorando cada acción generosa de los demás. No da las cosas
por supuestas. Agradece a Dios, a los demás, a la vida, las mil y una cosas
preciosas que le rodean y le suceden. Y también las menos agradables, sabiendo
que son una ocasión para la superación personal.
Admirar las cosas buenas de los otros. El narcisista sólo tiene ojos para
sus propias virtudes, y tiende a empequeñecer los logros de los demás, a fin de
que no le hagan sombra. El humilde, por el contrario, es consciente de sus
virtudes, y sabe disfrutar de las cosas buenas de los demás, que considera
también como un regalo. Se alegra de las victorias ajenas, porque no considera
la vida como una competición en la que siempre hay que quedar por delante de
los demás.
Hacer favores y servir a los demás. Narciso suele estar tan embebido en sus
propias cualidades que nunca saca tiempo para darse a los demás. Le gustaría,
claro, pero está demasiado ocupado pensando en sí mismo y consiguiendo
aplausos. La persona generosa disfruta haciendo favores, preparando sorpresas,
realizando pequeños servicios. Servir no es una tarea humillante reservada a
criados y lacayos, sino una preciosa forma de amar. El verdadero poder –nos
recuerda el papa Francisco-, es el servicio.
Ante la epidemia del narcisismo, por lo tanto, es preciso aplicar con
determinación la vacuna. En lugar de repetirnos una y otra vez lo maravillosos
y superespeciales que somos, y de pasarnos las horas alimentando nuestro
monumento a nosotros mismos en Internet y buscando admiradores digitales, vamos
a pensar en los demás. La vida se hace mucho más rica y más ancha.
¿Narcisismo? No, gracias. ¿Autoestima? Por supuesto. Pero no basada en
eslóganes vacíos y fotos de Instagram sino en la lucha diaria por mejorar, en
el esfuerzo sostenido por salir de uno mismo y en la ilusión alegre por darse a
los demás.