P. Miguel A.
Fuentes, IVE
El pudor es la tendencia a esconder algo
para defender la intimidad de las intromisiones ajenas. Es una “cualidad, en
parte instintiva y en parte fruto de la educación deliberada, que protege la
castidad. Se realiza lo mismo en la esfera sensitivo-instintiva que en la
consciente-intelectual, como freno psíquico frente a la rebeldía de la
sexualidad”[1]. Santo Tomás dice de él que es un sano sentimiento por el que
las pasiones relacionadas con la sexualidad, después del pecado original,
producen un sentimiento de disgusto, de vergüenza, de malestar en el hombre,
hasta tal punto que instintivamente se quiere ocultar todo lo relativo al
cuerpo, a la intimidad y a la sexualidad, de las miradas indiscretas[2].
En el plano puramente instintivo el
pudor consiste en una resistencia inconsciente a todo lo que revelaría en
nosotros el desorden de la concupiscencia de la carne. El pudor, al ingresar en
la esfera consciente entra en la categoría de virtud y se denomina pudicicia
[3]. La pudicicia o pudor-virtud “se relaciona íntimamente con la castidad, ya
que es expresión y defensa de la misma. Es, por consiguiente, el hábito que
pone sobre aviso ante los peligros para la pureza, los incentivos de los
sentidos que pueden resolverse en afecto o en emoción sexual, y las amenazas
contra el recto gobierno del instinto sexual, tanto cuando estos peligros
proceden del exterior, como cuando vienen de la vida personal íntima, que
también pide reserva o sustracción a los ojos de los demás y cautela ante los
propios sentidos. De esta suerte el pudor actúa como moderador del apetito
sexual y sirve a la persona para desenvolverse en su totalidad, sin reducirse
al ámbito sexual. No se confunde con la castidad, ya que tiene como objeto no
la regulación de los actos sexuales conforme a la razón, sino la preservación
de lo que normalmente se relaciona estrechamente con aquellos actos. Viene a
ser una defensa providencial de la castidad, en razón de la constitución
psicofísica del género humano, perturbada por el pecado original”[4].
La falsificación del pudor se denomina “pudibundez”:
es el pudor desequilibrado o excesivo, causado en general por una falsa
educación. La pudibundez no hace a las personas castas sino caricaturas de
castidad. “La pudibundez es enemiga nata del pudor, como la beatería es enemiga
de la religiosidad verdadera y consciente. El espíritu del adolescente se
rebela y le molestan las ideas mezquinas y ruines”[5].
La
auténtica educación del pudor
La educación del pudor debe ser
indirecta, porque una educación directa implicaría necesariamente la
orientación de la atención sobre los objetos que justamente el pudor debe
atenuar en su atractivo. No obstante, aunque indirecta, debe ser positiva, es
decir, debe preparar aquella atmósfera espiritual que además de impedir la
degradación en el campo de la sexualidad animal, hará más fáciles las
revelaciones graduales necesarias en su tiempo oportuno.
La educación del pudor implica:
La
educación del sentimiento: no puede darse una educación moral eficaz sin un
prudente apoyo sobre el sentimiento, es decir, hacer surgir una actitud
personal de “sensibilidad” por el bien, por el orden, por la honestidad moral,
por la perfección, por la vida vivida como valor humano y moral. La educación
de la pureza es, en gran parte, educación del corazón, es decir, de la
afectividad. Para educar el corazón, todo se resume en conseguir que el
educando se enamore de la virtud y corregir toda desviación anormal del amor
sensible que pueda aparecer en él.
La
educación de la voluntad: el problema educativo consiste en enseñar a querer
lo que después se enseñará que es preciso hacer. Es necesario formar la
voluntad con la conciencia de los valores trascendentes y absolutos. Ayuda
mucho para la gimnasia de la voluntad hacer conocer, sobre todo al adolescente,
los motivos y valores de la pureza, y sugerir ideas fuerza que puedan ayudar en
toda circunstancia.
La
educación de la religiosidad: la formación religiosa es fundamental
para la pedagogía sexual; para la vida casta, la educación religiosa “es el
coeficiente primero y más poderoso, porque los demás coeficientes humanos
tienen valor solamente temporal, es decir, mientras perduran los intereses
correspondientes en el espíritu del niño. Sólo la religión posee una eficacia
que sobrepasa los límites de tiempo, de lugar, de espacio, de ambiente, de
circunstancias, con tal que sea sentida, consciente y activa La religión ha
constituido siempre para la pedagogía sexual una potencia única. La religión
valoriza la pureza y la presenta al joven como una de las virtudes más altas y
más hermosas, a la vez que indica los medios para conservarla y defenderla con
esmero, con reserva, con la disciplina interior de las imaginaciones y de los
deseos, y con la disciplina exterior de los sentidos”[6]. De esto puede
concluirse el grave y pernicioso sofisma de quienes piensan que no deben dar
ninguna formación cristiana a sus hijos, con el pretexto de no coaccionar su
libertad, sino dejar que ellos libremente elijan sus opciones religiosas cuando
sean mayores.
En realidad quienes así actúan, optan en
lugar de sus hijos: eligen para ellos el paganismo o el ateísmo. Religiosidad,
pero no una religiosidad cualquiera; el educador debe convencerse de que no es
la piedad formalista la que salva al niño y al adolescente de la seducción de
las tentaciones y le ayuda a mantenerse puro, sino la gracia divina recibida,
apreciada, vivida con adhesión íntima.
Es importante, por eso, tener en cuenta
algunos elementos de la religiosidad que más favorecen la vida de pureza en el
niño y en el adolescente:
o
Hay
que educar a los niños, adolescentes y jóvenes para que sientan y vivan la
amistad con Jesús; hacerle comprender al niño que Jesús lo ama individualmente
y que ese amor debe ser correspondido; que Jesús quiere servirse de él para el
apostolado, y, por tanto, debe hacerse digno de esa colaboración apostólica
mediante una intensa vida de gracia; que la pureza es un compromiso de amistad
y de fidelidad a Cristo, una condición para vivir en sí mismo la vida de
Cristo; que la lucha es para él una gloria; que saldrá victorioso si está con
Cristo, etc.
o
Hay
que hacerlo apreciar la vida sobrenatural que se nos comunica con la gracia
santificante y que se pierde por el pecado mortal; así encontrará la fuerza
para renunciar a los placeres ilícitos y para evitar todo lo que, aún
remotamente, podría hacerle perder la dignidad y la alegría de ser hijo de
Dios.
o
Hay
que ayudarlo a usar provechosamente de los sacramentos. Si se recogen pocos
frutos de las confesiones y de las comuniones frecuentes es porque no se ayuda
de modo suficiente a sacar provecho de este contacto habitual con la gracia.
o
Hay
que fomentar en él la devoción a María Santísima. Esta devoción no se agota en
un montón de invocaciones y prácticas, sino en la confianza plena, en el
recuerdo filial y en la imitación constante.
o
Hay
que enseñar al niño a respetar el propio cuerpo como cosa sagrada, como
propiedad divina, como miembro del cuerpo místico. Se convence fácilmente de
que, si hay que tratar con veneración las cosas sagradas, se deberá tener un
respeto aún mayor por el propio cuerpo, que está consagrado por la presencia de
Dios y por la comunión eucarística. De la idea de la inhabitación divina será
fácil pasar a la de la presencia de Dios: si Dios está dentro, siempre te ve.
o
Finalmente,
hay que convencer al adolescente de que la pureza es alegría. Esto no es muy
difícil, pues corresponde a una realidad actual, incluso para los niños, los
cuales saben por experiencia que el pecado impuro no trae alegría, sino
insatisfacción y tristeza.
Notas
[1]
M. Zalba Erro, Pudor, en Gran Enciclopedia Rialp, tomo 19, Rialp, Madrid
1989, 455-456; cf. Rocco Barbariga, Castidad y vocación, Ed. Herder, Barcelona
1963, pp. 178-209.
[2]
Cf. Suma Teológica, II-II, 151, 4
[3]
C. Scarpellini, Pudore e pudicicia, en Enciclopedia Cattolica, Roma
1953, vol. X, col.296.
[4]
Zalba Erro, loc. cit.
[5]
Paganuzzi, Purezza e puberta, Brescia 1953, p.222. Cf. A. Stocker, La
cura morale dei nervosi, Milán 1951, p. 155 ss.
[6]
Paganuzzi, op. cit., p. 249.
Bibliografía:
Consejo
Pontificio para la Familia, Sexualidad humana: Verdad y Significado,
Orientaciones educativas en familia, 1995.