El hogar, escuela de humanidad

 por Pablo Prieto (España)


Bradi Barth: La Sagrada Familia

 

Las artes domésticas son esa compleja trama de servicios, destrezas, tradiciones y ritos con los cuales la familia se construye día a día y crece como cuerpo vivo. Todos, varones y mujeres, estamos implicados en este lenguaje de la casa, hecho de gestos menudos y detalles materiales, con el cual afianzamos nuestros vínculos, expresamos nuestra unidad, y nos abrimos a la sociedad.

 

¿Qué son las tareas del hogar? Son aquella trama de actividades y compromisos (servicios, destrezas, encargos, competencias, tradiciones, ritos, juegos, etc.) con los cuales el hogar se une orgánicamente como cuerpo vivo, toma conciencia de sí, configura su identidad peculiar, y celebra su hermosura.

 

Las tareas domésticas reflejan la peculiar comunión de personas que es la familia, y por tanto todos sus miembros están implicados en ellas, cada cual según su modo peculiar de ser familia y sus circunstancias, formando así una “comunidad de trabajo”.

 

En el hogar la mujer desempeña un papel especial. En el plano simbólico, la mujer personifica el hogar, es como su rostro y su signo insustituible; el hogar es como ampliación de su regazo. Por eso corresponde a ella dirigir estas tareas e informarlas con la levadura de su feminidad, lo cual no significa en absoluto que, en la práctica, tenga que cargar con todo. La casa es de todos.

 

La tarea del hogar es paradigma y pedagogía de todo oficio. Contiene como en embrión todas las profesiones. Abarca cientos de actividades, que comprenden procesos técnicos, labores educativas y asistenciales y manifestaciones estéticas y lúdicas. Y es también ejercicio de maternidad espiritual, la vocación de nido de la mujer, y en el fondo, de todo ser humano: en el hogar se cuida de las personas interiorizándolas en el corazón, como gestándolas, para que nazcan de nuevo. No se persigue tanto la eficacia como la fecundidad; más que hacer cosas, la tarea del hogar consiste en dar vida.

 

El ama de casa detecta un latido que lo informa todo, cosas, acciones, espacios y tiempos, como el corazón en el cuerpo vivo. Puede compararse con el cine, donde una gran variedad de trabajos actorales, aparentemente dispares, se integran en un único guion.

El eje de la tarea del hogar es la corporeidad de la persona; constituye una sabiduría práctica sobre la condición encarnada del hombre. Somos persona según el cuerpo, y por tanto atender las necesidades corporales (comida, vestido, limpieza, adorno) es camino privilegiado para conocernos y amarnos.

 

Las tareas domésticas constituyen una economía de signos simbólicos. Cada una de ellas tiene valor de gesto: traduce los acontecimientos familiares en sabores, colores, espacios, tactos y sonidos. El ama de casa escucha la voz de las cosas y hace hablar a la casa. Se entabla así una conversación, tácita e ininterrumpida, entre todos los miembros de la familia, cuyo idioma son las cosas de la casa. Estas operaciones -lavar, cuidar, limpiar, cocinar, ordenar, educar- son siempre algo que alguien dice a alguien, se inscriben en una relación de tú a tú. De ahí que su menosprecio resulte humillante y traumático. Son academia primordial de humanidad: modelan sensibilidades, orientan conciencias, desarrollan virtudes, despiertan talentos, encaminan vocaciones, inspiran arte, educan destrezas, inculcan civismo, siembran solidaridad, cultivan complementariedad.

No son servicio servil, propio de esclavos, ni se reducen a mero servicio profesional, el desempeñado con arreglo a la justicia, sino que se desbordan en servicio soberano, que es don de sí libre y responsable. En él se concilian los dos sentidos de la palabra servicio: servir-para (competencia, profesionalidad) y servir-a (cuidado, abnegación).

 

Las labores domésticas imprimen a la familia un sentido de fiesta. Además de reconocerse y afirmarse en sus fiestas, la familia es, ella misma, fiesta. Aunque exigente y sacrificada, el trabajo de la casa nunca pierde cierto carácter de celebración incesante: pone en juego arte, ingenio, fantasía y humor, procurando excelencia en el detalle, pues así lo pide la dignidad de la persona.

 

Por último, digamos que el oficio doméstico armoniza los ritmos cósmicos (el día, la noche, las estaciones) con los corporales (comer, dormir, crecer) y los recapitula en la categoría del hoy, lo cotidiano, integrando el ritmo subjetivo de cada persona (agobios, prisas, tensiones, apatía, enfermedad, etc.) en el tiempo de la historia común de toda la familia. Por eso, el hogar, es escuela de humanidad.

Esta escuela de valores humanos y actitudes cívicas adquiere relieve insospechado a la luz de la fe. Jesucristo, en efecto, demuestra, tanto en su trabajo escondido en Nazaret como en sus discursos y parábolas, una exquisita sensibilidad doméstica, la misma que emplea para fundar su Iglesia e imprimir en ella aire de hogar.


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