Por Liana Marabini
Carlo Enrico va en el asiento trasero del coche grande. Su
padre está al volante, su madre a su lado. El silencio en el coche es
abrumador. Si al menos tuviera los cascos... pero se los han confiscado junto
con su iPhone. Empieza a preocuparse, preguntándose cuánto tiempo estará
castigado así, sin salir con los amigos, sin iPhone ni auriculares, sin
videojuegos. Hay que reconocer que el momento en el que el guardia de la gran
librería del centro de la ciudad le había pillado intentando irse con los
cables que había robado del departamento de iPhone fue terrible. El guardia no
había querido atender a razones, gritando enfadado contra “los hijos
maleducados y mimados de los ricos”, y había llamado a la policía. La hora que
había pasado en la comisaría pareció interminable, luego habían llegado sus
padres, hablaron con el jefe y se lo llevaron a casa.
El interrogatorio de su padre no le había sacado mucho; no
había sido capaz de decirles por qué había cogido esos cables (que, a decir
verdad, ni siquiera necesitaba). Podría haberlos comprado –sus padres le daban
una buena paga cada mes, y su madre siempre le decía que eso era mucho dinero
para un niño de doce años-, pero cogerlos e intentar salir sin pagarlos le
había parecido una cosa de adultos. Sus padres no pensaban lo mismo. Le habían
anunciado lo que sucedería a continuación, además de los castigos descritos
anteriormente. Después de una llamada telefónica que habían realizado al padre
Celestino, el párroco que era amigo suyo, le habían dicho que al día siguiente
iban a hacer una peregrinación. Qué palabra tan extraña…
Ahora viajan en “peregrinación” para conocer la vida de un
joven casi de su edad que sus padres quieren proponerle como ejemplo. Su nombre
es Domingo Savio. Carlo Enrico siente una punzada de celos: ¿quién podía ser
este Domingo, al que sus padres admiran tanto, mientras que a él le han
confiscado tantas cosas? ¿Quién sabe qué pasará cuando lleguen? Carlo Enrico
lee en el cartel de la entrada del pueblo: “San Giovanni di Riva”. Llegan a su
destino y se detienen frente a un edificio denominado “La Casetta”. Se bajan y
son recibidos por un joven que será su guía llamado Alejandro. Comienzan su
visita. Alejandro les explica que se trata del Centro de Espiritualidad Santo
Domingo Savio, conocido como “La Casetta”, que se encuentra cerca de la casa
donde nació el joven santo, en San Giovanni di Riva.
La casa que había alquilado Carlo Savio, el padre de
Domingo, está situada al noroeste, en la esquina del final de todo el complejo.
Los Savio vivieron allí hasta noviembre de 1843, cuando Domingo aún no tenía
dos años; entonces por razones de trabajo se trasladaron a Morialdo, una aldea
de Castelnuovo, donde permanecieron unos diez años.
Al oír mencionar esa fecha, Carlo Enrico pregunta si Domingo
había muerto. Alejandro sonríe y confirma que sí, que murió en 1857. El chico
se siente un poco incómodo: no puede tener celos de alguien que está muerto.
Comienza a prestar atención a las explicaciones de Alejandro, que ahora les muestra
la pequeña capilla hecha con la antigua sala de la cocina. Luego visitan un
pequeño museo que reproduce un taller de herrería como el del padre de Domingo,
la habitación donde nació Domingo Savio con los suelos originales de ladrillo y
la pequeña habitación de los niños. Carlo Enrico siente pena al ver una
habitación tan pequeña, en la que tenían que caber no sólo Domingo, sino
también sus hermanos, y piensa en la suya propia, espaciosa y luminosa.
Alejandro explica que Domingo Savio procedía de una familia
relativamente pobre. Su padre, Carlo Savio, era, como hemos visto, herrero y su
madre costurera; tuvieron otros nueve hijos. Sus padres pronto enseñaron a
Domingo a rezar, a amar a Dios. El chico iba a misa casi todos los días y se
convirtió en monaguillo. A los siete años se le ofreció hacer la Primera
Comunión, algo inusual para la época, ya que la edad normal para recibir la
Eucaristía por primera vez era de 12 años. Domingo, con una preparación y
madurez poco común para su edad, recibió el 8 de abril su primera comunión en
la parroquia de Castelnuovo. Arrodillado al pie del altar, con las manos
juntas, pronunció los propósitos que venía preparando desde hace tiempo, y que
quedaron escritos en su devocionario:
Resoluciones tomadas por mí, Domingo Savio,
en el año de 1849, en el día de mi Primera Comunión, a la edad de siete años:
Me confesaré a menudo, y comulgaré tan
frecuentemente como mi confesor lo permita.
Deseo santificar los domingos y fiestas en
forma especial.
Mis amigos serán Jesús y María.
Prefiero morir antes que pecar.
Carlo Enrico queda impresionado al escuchar la historia…
Como Domingo era un niño inteligente, sus padres intentaron
darle una educación completa. Pero el pueblo donde vivía la familia no tenía
escuela. Todos los días Domingo recorría dos veces al día los cuatro kilómetros
que separan Morialdo de Castelnuovo d'Asti, donde había una escuela. Muchos se
sorprendían al ver al muchacho hacer este largo viaje, pero él respondía que no
estaba solo, sino con Dios.
En la escuela se hizo rápidamente conocido por sus grandes
cualidades. Bastante querido por sus compañeros, decía sin embargo que sus
mejores amigos eran siempre Jesús y María. San Juan Bosco (1815-1888) visitó la
región en 1854 y oyó hablar de este niño piadoso e inteligente. Después de
conocerlo e interrogarlo decidió llevárselo a su escuela, el Oratorio de San
Francisco de Sales, en Turín, en el barrio de Valdocco, que entonces albergaba
a unos 115 niños.
Domingo le contó a san Juan Bosco su sueño: ser santo. Carlo
Enrico se quedó asombrado: nunca había oído hablar de algo así: querer hacerse
santo. Un policía, un bombero, un piloto de Fórmula 1, sí: ¿pero un santo?
Domingo definitivamente le intriga. Alejandro continúa con la historia,
explicando que san Juan Bosco le había dado a Domingo el secreto de la
santidad: rezar y hacer el bien, tratar de ser un ejemplo para los demás,
haciendo todo con alegría y una sonrisa. Domingo se aplicó a ello, los
numerosos episodios de su vida lo atestiguan. Aquí un ejemplo: Un día dos
estudiantes, tras una fuerte discusión, decidieron luchar a muerte. Domingo fue
a verlos, se puso entre ellos y blandió una cruz, diciéndoles que lo golpearan
a él primero. Unos días más tarde consiguió reconciliarlos. Fundó un grupo de
jóvenes, la Compañía de la Inmaculada, con el objetivo de edificar y santificar
a sus miembros. Se le atribuyen visiones proféticas durante las cuales vio el
restablecimiento oficial de la religión católica en Inglaterra.
Pero por desgracia Domingo tenía una salud frágil. Cayó
enfermo en junio de 1856. San Juan Bosco, preocupado, lo envió a respirar el
aire familiar de Mondonio (donde la familia Savio se había trasladado en 1853)
para que pudiera descansar. Permaneció allí dos meses y regresó a Turín a
finales de agosto. Pero volvió a caer enfermo. Don Bosco lo envió a la
enfermería, y luego, con la esperanza de que el aire del campo le devolviera la
salud, pidió a Carlo Savio que fuera a buscar a su hijo. Domingo regresó a
Mondonio el 1 de marzo de 1857. Murió de tuberculosis el 9 de marzo, hacia las
10 de la noche. Poco antes de morir, dijo a sus padres con aire de éxtasis:
“¡Oh, qué bonito lo que veo!”.
Cuando Domingo Savio murió, san Juan Bosco estaba tan
convencido de su santidad que decidió publicar inmediatamente su biografía.
Así, escribió un libro sobre Domingo en 1858 para destacar su vida ejemplar. De
hecho, este chico que murió con poco menos de 15 años tenía todas las
credenciales para ser considerado un modelo para los jóvenes. En 1914 sus
restos mortales fueron trasladados a la Basílica de María Auxiliadora de Turín.
Pío XI lo describió como un “pequeño o más bien gran gigante del espíritu”.
Declarado héroe de las virtudes cristianas el 9 de julio de 1933, Pío XII lo
beatificó el 5 de marzo de 1950 y lo canonizó el 12 de junio de 1954. Domingo,
con casi quince años se convirtió así en el santo católico no mártir más joven
de la historia (más tarde fue “superado” por otros santos aún más jóvenes, como
Francisco y Jacinta Marto). Sus restos mortales, colocados en un nuevo
relicario realizado con motivo del 50º aniversario de su canonización, se
veneran en la Basílica de María Auxiliadora de Turín.
Es el patrón de los niños cantores, así como de los
monaguillos, ambas tareas litúrgicas que desempeñó activamente. Igualmente
conocida es su especial protección a las mujeres embarazadas, mediante el signo
del llamado “pequeño escapulario”, en recuerdo del milagro con el que el santo
salvó la vida de una de sus hermanitas que estaba a punto de nacer. La memoria
litúrgica del santo se fijó para el 9 de marzo, mientras que para la Familia
Salesiana y las diócesis piamontesas se fijó para el 6 de mayo, para evitar que
la celebración cayera en Cuaresma.
La visita termina y, tras dar las gracias, Carlo Enrico y su
familia emprenden el viaje de vuelta. El niño permanece en silencio durante
todo el viaje. Cuando llegan a casa, va a su habitación y pone la pequeña
imagen del santo en su mesita de noche. Se sienta en la cama y piensa en lo que
ha aprendido durante ese día. Hace una promesa mental a Domingo de no volver a
robar y de convertirse en un ejemplo para los demás. El padre le mira a través
de la puerta, que ha quedado entreabierta, y comprende que su hijo ha aprendido
hoy una importante lección. Agradece interiormente a santo Domingo Savio este
nuevo milagro.