La evangelización de los jóvenes ante la emergencia afectiva

 Narcisismo, pansexualismo y desconfianza, las tres heridas que han de ser sanadas

Por Mons. José Ignacio Munilla, Obispo de San Sebastián, España

 


Solemos repetir con frecuencia que, para poder dirigirnos al joven de nuestros días, necesitamos primero conocerle. Pero, ¿cómo le podemos llegar a conocer? La tentación sería recurrir exclusivamente al estudio sociológico o a las encuestas. Pero tenemos que ir más allá del dato sociológico. Necesitamos conocer en profundidad a Jesucristo, ya que solo en Cristo conoceremos en profundidad al joven. Esta clave teológica es importantísima para poder interpretar lo que nos dicen las encuestas. Y aunque soy consciente de que a quienes no tengan fe les costará entenderlo, conviene recordar que esta convicción enlaza con lo mejor de nuestra tradición espiritual. Por ejemplo, en el Siglo de Oro Español decía la propia Santa Teresa de Jesús: “A mi parecer, jamás acabamos de conocernos si no procuramos conocer a Dios”.

 

Uno de los motivos principales por el que nos está costando tanto que el Evangelio resuene en el corazón de los jóvenes, es porque nosotros mismos tenemos todavía un déficit importante para llegar al Corazón de Cristo, y conocer en Él su designio de misericordia hacia todos nosotros, jóvenes evangelizadores y jóvenes evangelizados. Y es que verdaderamente necesitamos conocer la realidad joven desde Cristo y en Cristo, porque como decía San Bernardo: “El desconocimiento propio genera soberbia, pero el desconocimiento de Dios genera desesperación”.

 

Pues bien, partiendo de la convicción de que podemos conocer el corazón del joven a la luz del Corazón de Cristo, vamos a plantearnos cómo está ese corazón y cuáles son las heridas afectivas que sufre una buena parte de la juventud en España; y qué respuesta propone la Iglesia en su Nueva Evangelización, ante esta emergencia afectiva… No dudemos de que la emergencia afectiva que padece esta generación, nos ofrece una oportunidad única para recordar a todos los jóvenes que “Dios es amor”, y que hemos sido creados con una vocación a la comunión de amor, que necesitamos descubrir para alcanzar nuestra plenitud.

 

¿Cuáles son los daños principales que la cultura moderna y postmoderna ha generado y genera en la afectividad de los jóvenes? ¿Cómo presentar el Evangelio liberador, en el marco de una Nueva Evangelización, para llegar a sanar esas heridas y volver a nacer en Cristo?

 

 

Primera herida: NARCISISMO

El narcicismo es el quedarse encerrado en la contemplación de uno mismo.

El conocido mito griego nos narra que una ninfa se enamora de Narciso, y este no le corresponde. Mientras huía de ella, se queda pasmado ante su propia imagen reflejada en las aguas de un río, y se enamora perdidamente de sí mismo, lo que le lleva a lanzarse al agua y morir ahogado.

 

En definitiva, el narcisismo es considerado como la incapacidad, o cuando menos una seria dificultad, de amar a un “tú” distinto de uno mismo. El narcisismo está ligado a la hipersensibilidad, a la absolutización de los sentimientos y temores, a la percepción errónea de que todo en la vida gira en torno a uno mismo…

Por el contrario, la Revelación judeo-cristiana nos ha mostrado en la práctica que amar es siempre un éxodo. La Historia de la Salvación es la historia de la llamada que Yahvé hace a su pueblo a vivir en plenitud; para lo cual es necesario salir de nuestro propio entorno, ir en busca de una tierra nueva, distinta, desconocida, caminando con la confianza propia de quien tiene la firme esperanza de que Dios quiere nuestra felicidad.

 

Difícilmente se podrá superar la herida del narcisismo si nos olvidamos del Dios que nos ha creado –hombre y mujer- a su imagen y semejanza, llamándonos a la comunión en el amor. Hombres y mujeres somos distintos y complementarios. Y de esta forma llegamos a entender que amar es promover el bien que hay en el otro; siendo esto incompatible con la tendencia narcisista que pretende ‘poseer’ al prójimo, asimilándolo a uno mismo, hasta el punto de hacerlo desaparecer.

Es muy interesante comprobar que, en alguna de las distintas versiones de este mito griego, se narra que la tragedia de Narciso comenzó a gestarse desde el mismo momento de su concepción, ya que fue fruto de una violación. Narciso arrastra esa herida —hoy en día diríamos que arrastra la herida de saberse un hijo no deseado— y a lo largo de toda su vida va dando tumbos, intentando inútilmente sobreponerse a su sufrimiento, con la táctica de huir hacia adelante. En efecto, se dedica a provocar a hombres y mujeres, mortales y dioses; a suscitar pasiones, a las cuales luego no consigue responder por su incapacidad de amar y de reconocer al otro.

 

¡Es sorprendente descubrir que en un mito de hace más de dos mil años, anterior a la llegada de Jesucristo, se pueda reconocer con tanta exactitud las heridas del joven de nuestros días, o digámoslo con mayor precisión, del hombre y de la mujer de nuestros días!

El narcisismo suele tener dos manifestaciones que parecen —sin serlo— contradictorias. En los momentos de euforia, el Narciso actual tiene la ridícula pretensión de ocupar en cualquier escenario el puesto de la “novia de la boda” o del “niño del bautizo”. Pero en los momentos de depresión —que cada vez son más frecuentes—, nuestro Narciso se consuela y hasta se complace con ser el “muerto del entierro”.

 

Esto último es muy frecuente: considerar siempre como insuficiente lo que se recibe de los demás, ser un mendigo perpetuamente insatisfecho. Paradójicamente, se busca ansiosamente la realización personal por medio de la lamentación victimista… (“¡Nadie me hace caso!”, “¡Todo me toca a mí!”, “¡Soy un incomprendido!”, etc.).

 

Pero, aunque las formulaciones sean diferentes en un momento de “subidón” o de “bajonazo”, en un contexto de “boda” o de “entierro”; se respira siempre por la misma herida afectiva, buscando ansiosamente aprecio, reconocimiento, elogio, admiración…

 

Pues bien, sin la sanación del narcisismo es imposible conocer, amar y —sobre todo— seguir a Jesucristo, en profundidad y en coherencia; y en último término, ser feliz. Sin la sanación del narcisismo es imposible la entrega generosa, que es un aspecto clave en el Evangelio. Cuando el mensaje de Cristo se recibe en su totalidad y no de una forma fragmentada, nos educa a ser positivos y agradecidos, a no autocontemplarnos con una insana y excesiva preocupación por la imagen, a no pretender ser siempre especiales ante los demás, a no ser hipersensibles a las críticas…

 

¿En qué deberíamos incidir especialmente en este  momento, en el que dirigimos la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de la herida del narcisismo, y hagamos posible la generosidad en el seguimiento a Cristo? Vayamos por partes:

a)  Lo opuesto al narcisismo no es el autodesprecio, sino más bien una equilibrada autoestima. Lo cual quiere decir que la sanación del narcisismo pasa por una educación en un sano y equilibrado amor a uno mismo. El “amor a uno mismo” (“autoestima”, que diríamos hoy), es la medida indicada por Cristo para tomarla como referencia a la hora de amar al prójimo (“Amarás al prójimo como a ti mismo”). La autoestima no proviene de hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia física, sino de saberse amado. Sin duda alguna, uno de los motivos principales de la falta de autoestima en nuestra cultura, es la crisis de la familia, unida a la falta de conciencia del amor personal e incondicional que Dios nos tiene. Y por ello, el anuncio del infinito amor de Dios a cada persona, está llamado a ser la columna vertebral de la Evangelización a los jóvenes.

 

b)  En el contexto de esta crisis afectiva en la que nos encontramos, no es suficiente proclamar el ideal del amor, sino que es necesario profundizar en los pasajes del Evangelio en los que la escuela del amor es el Corazón de Cristo: ¿Cómo amar sin confundirlo con nuestro amor propio? ¿Cómo dejar de ser un quejoso y un egoísta? ¿Cómo encaminarnos hacia el milagro del olvido de nosotros mismos —que nos parece más difícil que el de la sanación del ciego de nacimiento, la multiplicación de los panes o caminar sobre las aguas del lago de Tiberíades—? La mayor aportación que podemos hacer para sanar las heridas afectivas de los jóvenes de nuestra generación, de forma que estén capacitados para el amor, es presentarles la Pasión de Cristo, pero no sólo como el lugar en el que se revela el amor divino, sino también como la escuela del amor humano, la escuela de una espiritualidad equilibrada.

 

c)  Un aspecto importante para la sanación de esta tendencia narcisista que, en mayor o menor medida todos padecemos es la aceptación humilde de la realidad. En efecto, a veces suele ocurrir que el narcisista tiende a refugiarse en la utopía. ¡Es recurrente la pretensión de justificar una actitud de descontento y de queja permanente, con un falso recurso a los sueños utópicos!

Pero el camino del Evangelio nos ha enseñado a aspirar más alto, sin despegar para ello los pies del suelo. El cristiano no puede permitirse perder tiempo y energías en quejas y lamentos estériles. La aceptación de la realidad con sentido cristiano, no nos impide aspirar a cambiarla. Es más, la aceptación de la realidad, es un presupuesto indispensable para poder aplicarnos en su transformación. El narcisista quiere cambiarlo todo menos a sí mismo. Mientras que el cristiano aspira a cambiarlo todo, pero empezando por uno mismo.

 

Pues bien, el Sacramento de la Penitencia y el acompañamiento espiritual se nos muestran como especialmente importantes y necesarios para conjugar nuestros “ideales” con nuestra “realidad”. En efecto, para que el idealismo del corazón del joven no se reduzca a unos sueños utópicos que concluyen bruscamente al afrontar las responsabilidades de la vida, es importante entender que no hay verdadero idealismo si no parte de la propia conversión.

 

d) La presencia de Cristo en los pobres nos evangeliza. Las experiencias de acercamiento al sufrimiento del prójimo tienen potencialidad sanadora en el corazón de los jóvenes. En efecto, una de las mejores formas de superar ese narcisismo que nos lleva a ser  unos  quejosos, es precisamente acercarse a conocer a las verdaderas víctimas, es decir, a los ancianos que viven en soledad, enfermos psíquicos que son esquivados e ignorados por la sociedad, usuarios de los comedores de emergencia, pobres del Tercer Mundo… Se trata de una auténtica terapia de choque, que puede llegar a ser muy efectiva para la sanación de nuestro narcisismo y para la educación en el amor generoso. No es la mera pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de descubrir a Cristo en toda situación de sufrimiento.

 

 

Segunda herida: PANSEXUALISMO

Una segunda característica de nuestro tiempo y de nuestra cultura es el fenómeno del pansexualismo o del hipererotismo ambiental que invade prácticamente todos los ámbitos y espacios. Parece como si viviéramos una “alerta sexual” permanente, que condiciona lo más cotidiano de la vida. El bombardeo de erotismo es tal que facilita las adicciones y conductas compulsivas, provoca innumerables desequilibrios y la falta de dominio de la propia voluntad, hasta el punto de hacernos incapaces para la donación. Es obvio que la fe y la religiosidad se ven seriamente comprometidas, en la medida en que jóvenes y adultos no sean capaces de mantener una capacidad crítica ante una visión fragmentada y desintegrada de la afectividad, la sexualidad y el amor. No es nada fácil vivir en coherencia los valores evangélicos en medio de una cultura dominada por el materialismo y el hipererotismo. Es más, ocurre que como hay muchos jóvenes que han nacido y crecido en este contexto cultural pansexualista, llegan a percibirlo como normal. Es lo que le ocurre a quien ha nacido y vivido a seis mil metros de altura: se ha acostumbrado a esa presión atmosférica. Pero, aunque él no lo perciba subjetivamente, la presión atmosférica en la que vive, afecta objetivamente a su organismo y a su salud.

 

Para poder percibir la herida afectiva de nuestra generación, es necesario partir de un profundo conocimiento antropológico y teológico de la vocación al amor que todos hemos recibido y llevamos grabada en lo más hondo de nuestro corazón. Los diversos documentos que sobre este tema proporciona el Magisterio de la Iglesia, son una segura orientación. La Iglesia no se cansa de predicar que el origen del amor no se encuentra en el hombre, ya que la fuente originaria del amor es el misterio de Dios mismo, que se revela y sale al encuentro del hombre. A partir de ese amor originario entendemos que cada uno de nosotros hemos sido creados para amar, y que el amor humano es una respuesta al amor divino. Aprender a amar consiste, en primer lugar, en recibir el amor, en acogerlo, en experimentarlo y hacerlo propio. Creer en el amor divino es vivir con la esperanza de la victoria del amor. Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la verdad del amor está inscrita en el lenguaje de nuestro cuerpo. En efecto, el hombre es espíritu y materia, alma y cuerpo; es una unión sustancial, de forma que el sexo no es una especie de prótesis en la persona, sino que pertenece a su núcleo más íntimo. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad, de forma que jugar con el sexo, es jugar con la propia personalidad.

 

Pues bien, volvemos a preguntarnos en esta “segunda herida”, como hicimos en la primera del narcisismo: ¿En qué deberíamos incidir especialmente en este momento en el que queremos dirigir la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que podamos ayudar en la sanación de la herida del pansexualismo?

 

a)   Rescatar la virtud de la castidad de su impopularidad. El cristiano no es alguien arrastrado por sus pasiones, sino que participa del señorío de Cristo, lo cual le permite ser dueño de sí mismo; gobernar sus tendencias pasionales, poniéndolas al servicio de los demás, para gloria de Dios. Para poder “darse”, primero hay que “poseerse”. Es importante que transmitamos a los jóvenes que la conquista del mundo pasa por la conquista de uno mismo. La virtud de la castidad es liberadora, y totalmente necesaria para capacitarnos en las relaciones afectivas estables, maduras y verdaderas. Con muchísima frecuencia, los jóvenes que viven en impureza, no lo hacen por una decisión libre y voluntaria, sino por la esclavitud que genera la dinámica de la lujuria. Incluso cuando un joven se decide a seguir a Cristo con todas las consecuencias, no le resulta tan fácil romper definitivamente con todos sus hábitos de impureza anteriores. La explicación es sencilla: el cuerpo tiene “memoria”; es decir, es una máquina registradora de sensaciones,  y pide su “tributo”. La batalla por la castidad puede ser a veces una batalla larga. En estas ocasiones hay que aplicar la máxima: “No hacer las paces con la tentación, pero tampoco perder la paz por verse tentado”. La batalla puede ser larga, pero merece la pena luchar; con la santa rebeldía de quienes no se conforman con menos que con la bienaventuranza de Cristo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

 

b)      Cursos de formación afectivo-sexual. La Iglesia siempre ha dirigido su acción social allí donde estén las carencias de cada momento histórico. Pues bien, una de las grandes carencias de nuestro mundo moderno es, sin duda, la educación en el amor humano. La felicidad de nuestros jóvenes depende en buena medida de ello, del descubrimiento del verdadero sentido del amor humano, y de la educación para la madurez afectivo-sexual.

 

c)  Educar en el gusto por la belleza. La belleza es una clave fundamental para la comprensión del misterio de la existencia. Encierra una invitación a gustar la vida y a abrirse a la plenitud de la eternidad. La belleza es un destello del Espíritu de Dios que transfigura la materia, abriendo nuestras mentes al sentido de lo eterno. La belleza no es para nosotros una mera experiencia estética. En realidad, el concepto pleno y consumado de la belleza se identifica con la misma santidad, con la perfección. Uno de los dramas de nuestros días consiste en reducir los cánones de la belleza a un modelo corporal erótico, que está muy lejos de ser expresión de la interioridad del ser humano y de su riqueza espiritual.

 

Tercera herida: DESCONFIANZA

La herida afectiva de la desconfianza supone la sensación de no pisar suelo firme y el temor por el futuro. La constatación del egoísmo a nuestro alrededor puede hacer que nos repleguemos en nosotros mismos, mostrando una desconfianza generalizada hacia el prójimo, y hasta hacia Dios mismo. Uno de los fenómenos más determinantes en la extensión de esta herida afectiva de la desconfianza, ha sido la falta de estabilidad familiar, sumado a la crisis del principio de autoridad y de referentes morales. Muchos jóvenes han crecido sin modelos que les sirvan de referente y de los que sentirse orgullosos. Arrastran numerosas heridas afectivas, que han generado en no pocos  una especie de ‘orfandad moral’.

Algo similar podríamos señalar en lo que se refiere a la crisis en las amistades y en los noviazgos. Las traiciones en las amistades, así como las infidelidades en las relaciones amorosas, pueden provocar una decepción y una desconfianza generalizada hacia todos y hacia todo. Se llega a desconfiar de la vida en sí misma, tal vez incluso, se llega a desconfiar del Autor de la vida, pues quien tiende a desconfiar de todos, termina por costarle confiar en Dios mismo.

 

Pues bien, ¿En qué deberíamos incidir especialmente en este momento en el que queremos dirigir la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de la herida de la desconfianza?

 

a)  Experiencia de comunión en el seno de la Iglesia. El método pastoral de San Juan Bosco es un buen ejemplo de cómo puede sanarse el síndrome de desconfianza en los jóvenes, por medio de una actitud en la que el evangelizador apuesta por confiar en los jóvenes, sin asustarse de los riesgos que de tal confianza puedan derivarse. Cuando un joven comprueba que nos fiamos de él, que poco a poco vamos delegando en él pequeñas responsabilidades, que lo sentimos como miembro vivo de la Iglesia y no como mero cliente de ella, que nos interesa él, su vida, sus inquietudes, sus problemas…entonces empieza a superar su tendencia a la desconfianza. Es decir, el método podríamos resumirlo así: Si quieres que alguien confíe en Dios, empieza tú por confiar en él. Como decía San Juan Bosco: “Amad aquello que aman los jóvenes, y ellos aprenderán a amar lo que vosotros queréis que amen”.

 

b)    Transmitir el Evangelio de la confianza y del abandono. El Evangelio de Jesucristo es el Evangelio de la confianza. Son muchos los textos a los que podríamos referirnos: Pedro caminando sobre las aguas, la invitación de Jesús a que nos fijemos en el cuidado amoroso que Dios tiene de los lirios del campo, la tempestad calmada, etc. Un método eficaz para aprender a confiar es afrontar nuestros miedos, mirarlos a los ojos, y comprobar que cuando estamos unidos a Cristo, los miedos se disipan como la nieve al sol.

 

Hay un texto paulino que tiene una fuerza muy especial para educarnos en la confianza. Se trata de Rm 8, 31-39:

“Después de esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía resucitó, y está a la derecha de Dios, y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”

 

He aquí el método de San Pablo para sanar el síndrome de desconfianza: mirar a nuestros miedos de frente, al mismo tiempo que permanecemos firmemente unidos a Cristo:

 

¿A qué temeremos? ¿A la oscuridad? …Cristo es nuestra luz.

¿A la soledad? ...Cristo es compañero de camino.

¿A la pobreza? ...Cristo es nuestro tesoro.

¿A la burla? ...Cristo es nuestra honra.

¿A la propia incapacidad? ...El Espíritu Santo es dador de toda gracia.

¿A la enfermedad o a la muerte? ...Cristo es la Resurrección y la Vida.


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