(Adaptación)
Por Nuria Chinchilla Albiol y Consuelo León
Llorente
(Escritoras españolas)
¿En qué piensan las mujeres? La prensa, la opinión pública e incluso
determinada literatura nacida de algunos medios de comunicación, a veces
difunden la idea de que las mujeres nos hemos vuelto locas y que sólo pensamos
en reivindicar derechos y banderas.
Vamos al gimnasio, soportamos sobre nuestras espaldas
separaciones, divorcios, disputas, romances, dobles jornadas e incluso carreras
por el poder, pero nuestra verdadera ambición es tener una vida plena, capaz de
ser llamada así.
Lo que de verdad preocupa a las mujeres es sentir que
tienen el respaldo para diseñar su vida laboral fuera de las pautas masculinas
tradicionales (que ignoran la maternidad), y comprobar que los gobiernos toman
medidas al respecto, legislando y dando ayudas directas y eficaces.
En el nuevo contexto de esta revolución de la vida
ordinaria, las mujeres quieren que se respete su feminidad y que se les dé la
oportunidad de demostrar que su aportación específica puede transformar la
empresa y la sociedad, haciéndola más acogedora, más humana, en definitiva. ¿Y
qué necesitan para ello? La complicidad, la colaboración del varón. Y
confianza, mucha confianza en que las cosas funcionarán a pesar de tener que
cambiar… y mucho.
Las mujeres queremos la libertad de poder poner en un currículum
“casada y madre de dos hijos”; de quedarnos embarazadas o decir que vamos a
estarlo en breve; y ser también reconocidas como algo más que una fuerza de trabajo cualificada, interesante,
eficiente y complementaria al varón. En definitiva, aspiramos no sólo a no
esconder a nuestra familia, sino a hacerla compatible con nuestro trabajo
profesional; a la vez pretendemos que ésto no sea el resultado de una batalla particular,
sino el reconocimiento de un derecho social.
Las mujeres pensamos, -mejor dicho, soñamos-, con
políticos, empresarios y agentes sociales que apuesten por ese valor de renta
fija, pero a largo plazo, que es la maternidad. Que ingenien, -que ingeniemos-,
soluciones y modos de reducir el “coste” –es triste decirlo así- de los hijos
que una mujer pueda tener a lo largo de su vida laboral.
Pongamos imaginación, huyamos de lo fácil. Apostemos por
la verdadera sociedad del bien-estar, basada en el bien-pensar y en el bien-ser
de sus componentes.
Hay que tener en cuenta que, en la actualidad, el 60 por
ciento de las mujeres ambiciona hacer compatibles las dos cosas: trabajo y
familia. Otro 20 por ciento opta en exclusiva por su familia; y el 20 por
ciento restante por su trabajo. Los cambios de nuestra sociedad pasarán
necesariamente por ahí: por asegurar un contexto de libertad para que cada
familia y cada mujer puedan elegir.
La familia es el mayor ámbito de gratuidad que existe. En
ella la persona es amada y aceptada por sí misma en todo momento. Las relaciones
son esencialmente afectivas y, aunque hay reciprocidad, no las mueve el
interés. Aún en los casos en los que la convivencia pueda resultar difícil, la
familia tiende a disculpar, proteger y cuidar a sus miembros incluso en
circunstancias en las que el entorno –trabajo, amigos, salud- pueden fallar. No
puede programarse ninguna organización social semejante. En ella cada individuo
es querido y aceptado tan sólo por el hecho de existir. Nuestra sociedad vive
de este núcleo básico de garantías cívicas y de germen de valores.
No sólo el miedo a una sociedad sin pensiones o a la
inversión de la pirámide de edad de la población puede hacernos mirar con
afecto a la familia. También para la empresa es básico el entorno familiar del
empleado, ya que gran parte de su equilibrio, de su motivación y del
aprendizaje de hábitos necesarios para la vida laboral provienen de esa
realidad.
Por otra parte, el trabajo es para todo hombre -varón y
mujer- fuente de realización personal y de socialización. Trabajar es servir y equivale
a vivir. Sin embargo, nuestra época ha vivido en los últimos treinta años una
exaltación del trabajo remunerado como principal indicador de la valía de una
persona: no vale lo que has conseguido ser, sino lo que te paga el mercado.
Esta visión economicista para lo que sólo vale lo que se puede cuantificar y
pagar, ha influido en la progresiva devaluación de los trabajos del hogar.
Independientemente de que una mujer pueda dedicarse más o menos a ellos, estas
labores merecen un enorme reconocimiento social y personal, ya que el hogar es
el servicio público por excelencia, el mejor Ministerio de Bienestar Social y
de prevención de la delincuencia.
Empresas:
cambio de mentalidad
El principal activo, no sólo de una empresa sino de toda
sociedad, son las personas. Hemos oído esta frase hasta la saciedad, pero quizá
aún no nos la creemos del todo... Y lo más grave es que estamos poniendo en
peligro la “ecología humana”.
Durante muchas décadas las empresas se despreocuparon de
su impacto en el medioambiente. Actualmente esto ha cambiado. Existen normas,
certificaciones de calidad, legislaciones y sanciones que han sensibilizado a
las empresas sobre su responsabilidad social respecto a la contaminación
generada en la naturaleza. Sin embargo, lo cierto es que muchas empresas son
hoy sistemáticamente contaminantes del
entorno humano en el que se encuentran y con el que trabajan sin ser conscientes
de ello. Cuando a un trabajador no se le permite ejercer su rol de esposo o
esposa, de padre o madre, de hijo o de hija, a causa de horarios rígidos o
interminables o de viajes constantes, se le está empobreciendo como persona,
además de poner en peligro su relación conyugal o paterno-filial.
Si no hay tiempo para convivir en familia, desciende el
número de hijos, y no se construye hogar. El hecho es que por dejación u
omisión no se transmiten valores, no se desarrollan buenos hábitos y
empobrecemos la sociedad. Familia, empresa y sociedad son realidades vivas que conforman
un triángulo en constante evolución y que se enriquece o que se devalúa a
través de los aprendizajes positivos de las personas en los distintos ámbitos
de su vida. Decía Oscar Wilde que en ocasiones “somos capaces de destruir
aquello que más amamos”. Viendo lo que pasa a nuestro alrededor, ¿no
estaremos destruyendo ese lugar de convivencia por excelencia que es la familia?
La contaminación de los ríos se subsana en algún caso
construyendo piscifactorías, que han salvado más de una especie acuática, pero
las personas no se desarrollan tan fácilmente como los animales y si no
permitimos que la familia pueda cumplir su función ¿cuál será la nueva “humanofactoría”?
Como decía el escrito francés André Frossard, “las antiguas civilizaciones fueron
destruidas por la invasión de los bárbaros, la nuestra tiene los bárbaros
dentro de sí”.
Deberemos cuidar, pues, la familia si no queremos ir
contra nosotros mismos. Si perdemos de vista este hecho; si dejamos de dar importancia
a uno de los motivos principales por los que crecen las rupturas matrimoniales
y los problemas educativos en el seno familiar y escolar; o si miramos con
indiferencia el que muchas mujeres directivas (en ejercicio o en potencia) se
autoimpongan un techo de cemento en su trayectoria profesional, a fin de
evitar nuevos conflictos entre su vida
profesional y familiar; si consideramos como problemas de segunda categoría el
que existan medidas de discriminación en la empresa, no tanto en razón del sexo
sino en razón de la maternidad –no olvidemos que una mujer sin obligaciones
familiares (hijos, padres o personas dependientes) casi nunca es un
“problema”-, estamos alejándonos de la realidad y de sus posibles vías de
solución.