J.R.R. Tolkien (1892 - 1973)
Nota introductoria
Fragmento de una carta del escritor J.R.R. Tolkien (1892 - 1973) dirigida a
su hijo Michael a finales de 1963. El Concilio Vaticano II está en marcha.
Tolkien tiene 71 años, ha vivido mucho y ya es un escritor admirado en todo el
mundo. Sus hijos ya son mayores.
No disponemos de la carta a la que está contestando, pero se deduce por el
contexto. Es una respuesta de padre a hijo. Resulta entrañable porque, aunque
empieza la carta abordando la situación laboral y académica de su hijo
(«lamento mucho que te sientas deprimido») enseguida salta a lo importante:
«Pero tú hablas de ‘fe debilitada’». Y le dedica al tema casi todo el escrito.
Lo que haría cualquier padre: ir a lo trascendental.
Parece que la «crisis» de fe de su hijo tiene sus raíces en el escándalo de
varios clérigos, como está ocurriendo estos días. Por un lado, con la
experiencia que sólo da la edad, contextualiza y pone el foco donde se debe, en
la santidad personal: «pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor,
identificándonos con los escandalizadores, no los santos…». Además, advierte
que echar la culpa fuera, «encontrar un chivo expiatorio», es síntoma de que ya
algo, dentro, estaba mal previamente.
Y, por otro lado, Tolkien padre le propone la solución a su hijo: «la única
cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión», pero no de modo
cualquiera, frecuente: «siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete
veces con intervalos», y da razón de ello.
A Michael Tolkien
1 de noviembre de 1963
76
Sandfield Road, Headington, Oxford
Mi
muy querido M.:
[…]
Pero tú hablas de «fe debilitada». Ésa es enteramente otra cuestión. En
última Instancia, la fe es un acto de
voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra
voluntad deteriorarse por el espectáculo de las deficiencias, la locura, aun
los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya
tenido fe alguna vez, retroceda más allá de su límite por estos motivos (menos
que nadie, quien tenga algún conocimiento histórico). El «escándalo» a lo más
es una ocasión de tentación, como la indecencia lo es de la lujuria, a la que
no hace, sino que la despierta. Resulta conveniente porque tiende a apartar los
ojos de nosotros mismos y de nuestros propios defectos para encontrar un chivo
expiatorio. Pero el acto de voluntad de
la fe no es un momento único de decisión definitiva: es un acto permanente
indefinidamente repetido, es decir, un estado que debe prolongarse, de modo que
rezamos por la obtención de una «perseverancia definitiva». La tentación de
la «incredulidad» (que significa realmente el rechazo de Nuestro Señor y Sus
Demandas) está siempre presente dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela
contar con una excusa para que salga al exterior. Cuanto más fuerte es la tentación interior, más pronta y gravemente nos
«escandalizarán» los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o cualquier
otro cristiano) a los «escándalos», tanto del clero como de los laicos. He
sufrido mucho en mi vida por causa de sacerdotes
estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo bastante
de mí como para ser consciente de que no
debo abandonar la Iglesia (que para mí significaría abandonar la alianza con
Nuestro Señor) por ninguno de esos motivos: debería abandonarla porque no
creo o ya no creería aun cuando nunca hubiera conocido a nadie de las órdenes
que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría el Santísimo Sacramento, es decir:
llamaría a Dios un fraude en su propia cara.
Si Él fuera un fraude y los
Evangelios, fraudulentos, es
decir, episodios seleccionados con mala intención de un loco megalómano (que es
la única alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del clero) en la
historia y en la actualidad sería una simple prueba de un fraude gigantesco.
Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar: empezó antes
de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en cuanto podemos
y debemos estar muy apenados. Pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor,
identificándonos con los escandalizadores, no los santos, sin clamar que no
podemos «tolerar» a Judas Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a
las tontas mujeres como la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos
por delante.
Exige una fantástica voluntad de
incredulidad suponer que Jesús nunca realmente «tuvo lugar» y más todavía para
suponer que nunca dijo las cosas que de Él se han registrado, tan incapaz fue nadie en el mundo de aquella época de
«inventarlas»: tales como «ante Abraham vine para ser Yo soy» (Juan, VIII); «El
que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan, IX), o la promulgación del Santísimo
Sacramento en Juan, V: «El que ha comido mi carne y bebido mi sangre tiene vida
eterna». Por tanto, o bien debemos creer
en El y en lo que dijo y atenernos a las consecuencias, o rechazarlo y
atenernos a las consecuencias. Me es difícil creer que nadie que haya
tomado la Comunión, aun una vez, cuando menos con la intención correcta, pueda
nunca volver a rechazarlo sin grave culpa. (Sin embargo, sólo Él conoce cada
una de las almas singulares y sus circunstancias.)
La única cura para el
debilitamiento de la fe es la Comunión. Aunque siempre es Él Mismo, perfecto y completo e
inviolable, el Santísimo Sacramento no opera del todo y de una vez en ninguno
de nosotros. Como el acto de Fe, debe
ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos efectos. Siete veces a la semana
resulta más nutritivo que siete veces con intervalos. También puedo
recomendar esto como ejercicio (demasiado fácil es, ¡ay!, encontrar oportunidad
para ello): toma la comunión en circunstancias que resulten adversas a tu
gusto. Elige a un sacerdote gangoso o charlatán o a un fraile orgulloso y
vulgar; y una iglesia llena de los burgueses habituales, niños de mal
comportamiento -de los que claman ser producto de las escuelas católicas, que,
en el momento de abrirse el tabernáculo, se sientan y bostezan-, jovencitos
sucios y con el cuello de la camisa abierto, mujeres de pantalones con los
cabellos a la vez descuidados y descubiertos. Ve a tomar la comunión con ellos (y reza por ellos). Será lo mismo
(o aún mejor) que una misa dicha hermosamente por un hombre visiblemente
virtuoso, y compartida por unas pocas personas devotas y decorosas. […]