Fuente: Jorge Enrique Mújica, L.C.
No es la primera vez que WhatsApp se
convierte en noticia: a finales de febrero de 2014, tres días después de que el
famoso servicio de mensajería fuese comprado por Facebook, dejó de funcionar
por algunas horas. Las masivas reacciones reflejadas en las redes sociales en
torno al hecho supusieron una reflexión en torno a la capacidad de WhatsApp de
generar una adicción masivamente manifiesta.
WhatsApp volvió al centro de la atención
mundial cuando a mediados de noviembre de 2014 habilitó un sistema que
posibilita conocer si el destinatario de los mensajes enviados por ese sistema
los ha leído o no: si el emisor del mensaje ve en su teléfono dos «palomitas
azules» significa que el receptor ha leído el mensaje.
Ya en 2013 un estudio de la
«Cyberpsychology: Journal of Psychosocial Research on Cyberspace» mostraba que
WhatSApp había supuesto una razón en la ruptura de unas 28 millones de parejas.
Las personas mandaban mensajes pero también esperaban una respuesta inmediata.
Con la nueva modalidad de comprobación de lectura de mensajes esa «expectativa
de la respuesta» queda aún más marcada y, comprensiblemente, con consecuencias
no sólo en las relaciones de los enamorados.
Era sabido que, como sugieren algunos
psicólogos (por ejemplo Enrique Echeburúa, de la Universidad del País Vasco)
WhatsApp puede generar la misma adicción que una droga. Una droga que muestra síntomas
exteriores como la incapacidad de no ver el teléfono de modo permanente ya no
sólo durante el día sino también durante la noche; droga que incapacita para
relacionarse y mirar a los ojos al otro; droga que hace experimentar
sensaciones como la impresión de que el teléfono vibra siempre o que crea la
necesidad de estar permanentemente conectado, disponible y reaccionando
inmediatamente a los estímulos que vienen «del otro lado del teléfono». Según
el estudio «La Comunicación del Alumnado a través del WhatsApp» uno de cada
tres estudiantes de entre 15 y 19 años usa WhatsApp un promedio de seis horas
al día.
En general, las redes sociales y
servicios de mensajería instantánea como WhatsApp han creado una «forma mentis»
nueva en los modos y tiempos de interrelación humana. Siendo estos estímulos
sincrónicos e intempestivos exigen, para muchos, una forma de respuesta en las
mismas categorías.
Que esto pase después al ámbito de los
sentimientos no es sino el reflejo de que, en realidad, las experiencias digitales
suponen también reacciones afectivas que suscitan rechazo o refuerzan lazos
humanos porque, en definitiva, las tecnologías son lo que son los humanos que
las usan.
Según datos de WhatsApp, hasta agosto de
2014 ese servicio contaba con 600 millones de usuarios. Apenas en abril del
mismo año habían superado los 500 millones. Cifras como estas ponen de
manifiesto no sólo la penetración que esos servicios tienen en los seres
humanos sino también que las relaciones humanas cambian en sus modos. Siendo
las relaciones humanas el punto de partida (en cuanto son nuestra primera
experiencia de alteridad, es decir, de trato con otros) es comprensible que, en
consecuencia, condicionen para bien o para mal nuestra capacidad de
relacionarnos con Dios.
Piénsese en un ejemplo sencillo pero
profundo: la oración. En términos llanos supone el diálogo entre dos personas:
uno mismo y Dios. En ese diálogo la mayoría de las veces somos nosotros quienes
formulamos una petición y esperamos la respuesta. La era de las tecnologías es
también la era de la impaciencia: se esperan respuestas y soluciones inmediatas
pero en la vida de fe ese no es normalmente el camino pedagógico que Dios usa
para ayudarnos en profundidad. ¿No es verdad que existe el riesgo de no saber
esperar también en la vida de unión con Dios, agotarnos e ir nutriendo una
especie de apatía religiosa ante la falta de respuestas inmediatas?
«Si no te contesto es porque me estoy
tomando un respiro», fue unos de los carteles de la marca KitKat a raíz de la
implementación del sistema de WhatsApp en noviembre de 2014. En el fondo
mostraba algo bastante real: el hombre no está hecho sólo para contestaciones
inmediatas a estímulos inesperados sino también para reflexionar sus
respuestas. Y esto da pie a pensar cómo las respuestas que no cuentan con el
respaldo de la reflexión, que tantas veces va ligada a la pausa y al silencio,
escasamente dan los mejores resultados.
En 2012 Benedicto XVI escribió un texto
para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales que parecía adelantarse
proféticamente a la doble palomita de WhatsApp y que pone al centro esa virtud
también olvidada en la comunicación hodierna como lo es el silencio:
«El silencio es parte integrante de la
comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el
silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se
profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos
decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se
permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a
nosotros no permanecer aferrados sólo a nuestras palabras o ideas, sin una
oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace
posible una relación humana más plena. En el silencio, por ejemplo, se acogen
los momentos más auténticos de la comunicación entre los que se aman: la
gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo, como signos que manifiestan la
persona. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento,
que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente
intensa. Del silencio, por tanto, brota una comunicación más exigente todavía,
que evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que a menudo desvela la
medida y la naturaleza de las relaciones. Allí donde los mensajes y la
información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que
es importante de lo que es inútil y superficial. Una profunda reflexión nos
ayuda a descubrir la relación existente entre situaciones que a primera vista
parecen desconectadas entre sí, a valorar y analizar los mensajes; esto hace
que se puedan compartir opiniones sopesadas y pertinentes, originando un
auténtico conocimiento compartido. Por esto, es necesario crear un ambiente
propicio, casi una especie de “ecosistema” que sepa equilibrar silencio,
palabra, imágenes y sonidos».