P. Miguel A.
Fuentes, IVE
El debate se ha abierto en la actualidad
a raíz de un estudio realizado en Francia por un grupo de expertos. Según ‘La
Nación’[1], un grupo de 16 expertos conducidos por el psiquiatra Claude Balier,
ha examinado el problema de los agresores sexuales recidivos. En sus
condiciones ordinarias, la calle es para ellos una fuente de tentaciones. ¿Qué
se debe hacer con ellos? ¿Mantenerlos en prisión indefinidamente, o someterlos
a tratamiento de modo tal que puedan ser puestos en libertad sin que
constituyan un peligro para la sociedad? No son los únicos casos que exigen una
respuesta ética[2]
El problema urge en muchos países, pues
se habla en los últimos años de un ‘dispararse’ de la agresión sexual,
especialmente infantil. Según el mismo artículo de la Nación los agresores
sexuales pasaron de representar en 1973 sólo el 5% de la población carcelaria,
al 12,5% en 1994.
El informe elaborado por el grupo no
está de acuerdo con la creación de institutos especializados donde puedan
recluirse este tipo de personajes, como existe, por ejemplo el Instituto Pinel,
de Montreal. Propone, en cambio, instaurar la obligación, una vez terminado de
expiar la pena, para estas personas de presentarse periódicamente ante
determinadas autoridades, incluso si no vuelve a reincidir en su delito. El
motivo es continuar indefinidamente el tratamiento, es decir, de someterlos a
un tratamiento de antiandrógenos, lo que es llamado ‘castración química’. Esto
bloquea la libido aunque no de modo irreversible.
Francia ya ha dado, si no de derecho al
menos en los hechos, autoridad a sus tribunales para ejercer este tipo de
imposición. De hecho, en junio de 1996 el tribunal correccional de Toulouse
condenó a un culpable de pedofilia a 4 años de prisión, y una vez puesto en
libertad, a la obligación de ‘asistencia’, lo cual, sin otra precisión,
equivale al tratamiento médico mencionado.
¿Qué
criterios morales hay para el caso?
Entre los moralistas y teólogos el tema
ha sido discutido desde hace siglos. Hay que distinguir dos planos: el de summo
iure (o sea, el derecho absoluto) y el plano prudencial de la conveniencia de
recurrir o prescindir de algunos derechos. A su vez yo distinguiría también
tres posibles finalidades en la castración: punitiva, preventiva y terapéutica.
1.
Castración estrictamente punitiva.
a)
Aspecto teórico
La
mayoría de los teólogos y moralistas de casi todos los tiempos han reconocido
la legitimidad teórica de usar la castración (así como otro tipo de mutilación)
como castigo de determinados delitos. Establecían para legitimarla una analogía
con el derecho a imponer la pena de muerte al culpable. Entre otros, por
ejemplo, Santo Tomás[3]; también el Magisterio la reconoce como recurso lícito
para el culpable[4].
La
condición es que se trate de un sujeto ciertamente culpable y que la pena
determinada cumpla las condiciones para ser justa, es decir, que además de no
haber otra pena más adecuada, reúna las condiciones de ser vindicativa (que
tienda a la compensación), medicinal (que sirva de correctivo para el mismo
criminal) y ejemplar(que sirva para que los demás se aparten de tales
crímenes).
No
veo, en cambio, mucho sentido en encuadrar la mutilación ‘química’ como algo
punitivo, pero si se encontrara alguna razón, podría entrar en los mismos
argumentos.
b)
Razones de conveniencia prudencial
Hoy
en día, entre los moralistas, aún aceptando la legitimidad de summo iure, casi
ninguno justifica su aplicación. En general, repugna al sentido humanitario,
como afirma, por ejemplo Peinador[5]. Estos autores sostienen que en cuanto
vindicativa hay otras penas más adecuadas (como la cárcel, multas económicas,
etc.); como medicinal o terapéutica en los casos de los delincuentes
patológicos (maníacos sexuales) la pone en duda H. Bless, teniendo en cuenta
muchos casos en los que ha sido ocasión para mayores desenfrenos. Lo mismo se
diga respecto de su ejemplaridad. Habría que agregar el agravante de nuestra
sociedad puramente utilitarista que, sin dudas, recurriría a esto como menos
‘costoso’ que otro tipo de castigo (como la prisión).
Tal
vez menos dificultoso sería admitir la práctica punitiva de la ‘castración
química’. Pero, ¿tiene sentido punitivo? El disminuir el incentivo de la libido
¿es un castigo? Sólo en el caso del agresor sexual que no sea un psicópata sino
una persona normal, como ocurre, por ejemplo en las violaciones realizadas en
tiempo de guerra y otros casos más. Pero, en tales casos (de delincuentes
normales) ¿no hay otros castigos más adecuados?
2.
Como preventivo social
La sociedad no tiene sólo el derecho de
castigar al culpable sino -con más razón- de defenderse legítimamente. Es
evidente que la ‘prevención’ sólo podrá realizarla respecto de quien puede
temerse razonablemente un potencial ataque -en este caso sexual- es decir, del
psicópata sexual agresivo. Con aquellos que no pueden controlar sus instintos
sexuales y agresivos, y en quienes esto ha sido constatado, ¿puede emplear (es
decir, imponer) algún medio de defensa preventiva? Evidentemente que sí, pero
¿cuál?
La mutilación orgánica no creo que pueda
considerarse ni siquiera como último remedio extremo, porque tales personas son
enfermos; no se trata aquí de punición; y si hay responsabilidad, como ocurre
en muchos casos, ésta tiene sus atenuantes en los disturbios psíquicos.
Entonces, ¿puede seguirse hablando de castigo proporcionado a la culpabilidad?
Además, la mutilación orgánica normalmente sólo quita al sujeto la capacidad de
procrear, pero no la de agredir ni realizar sus actos sexuales. Muchas veces
esto sólo se presta a ulteriores y mayores desenfrenos. Por eso Bless se
muestra contrario a admitir el derecho del Estado en esta materia, aún
conociendo la opinión favorables de muchos otros autores[6].
En cambio, parece más fácilmente
justificable -al menos en algunas circunstancias- el uso de psicofármacos;
aunque con sus condiciones. Escribe, por ejemplo Sgreccia: ‘El enfermo
agresivo, que puede ocasionar molestias a los familiares y vecinos puede ser
tratado con psicofármacos, en nombre del principio de legítima defensa, pero
habrá que considerar: 1. los riesgos para su propia vida; 2. la existencia de
otros remedios eventuales más inocuos; 3. la temporalidad limitada, es decir,
que tenga el carácter de ‘farmaco-tapón’. En esta categoría entran también los
sujetos sexualmente agresivos hasta el límite de lo patológico. No es mi tarea precisar
cuales sean los efectos colaterales a breve o larga distancia y sobre el hecho
que de muchos piscofármacos tal vez no se conocen bien sus efectos, por lo cual
el uso debe ser regulado con más rigor y con el criterio de lo estrictamente
necesario’[7].
3.
Como terapia personal
Finalmente puede considerarse la
castración como medio de terapia para ciertos enfermos mentales, es decir, no
sólo como defensa de terceros inocentes (que pueden ser potencialmente
agredidos) sino como terapia para el mismo enfermo. La psiquiatría reconoce el
problema de ciertas enfermedades mentales que presentan como síntomas la
perversión de los instintos sexuales, la imposibilidad de dominio racional
sobre los mismos; normalmente es causado por disfunsiones hormonales. En
algunos de estos casos la castración orgánica era justificada apelando al
principio de doble efecto. Bless nos ofrece los criterios principales en su
‘Pastoral psiquiatrica’:
-Es lícita como ‘ultimum refugium’
-Se encuadraría en el principio de doble
efecto (porque se estaría actuando sobre algo enfermo cual es la libido
exacerbada por problemas hormonales; hay proporción entre los beneficios para
el paciente y los daños que sufre, etc.).
-No debe aplicarse más que a los
psicópatas sexuales que sufren seriamente con su necesidad morbosa y no pueden
resistir con su sola voluntad.
-Debe obrarse con consentimiento del
enfermo (porque aquí no estamos ante algo punitivo ni para defensa de
terceros).
Lo dicho vale con mayor razón para el
recurso a medios químicos, SIEMPRE Y CUANDO se conozcan sus posibles efectos
colaterales y éstos -en caso de darse- no desequilibren los efectos buenos que
se buscan con el tratamiento.
Notas
[1]
LA NACIÓN, 9 de agosto de 1996, p. 7.
[2]
En DIARIO UNO (8 de abril de 1996) apareció la noticia de un Pederasta (Larry
Don McQuay) quien a punto de salir de la prisión en Texas pedía ser ‘castrado’.
Había confesado haber abusado de niños en más de 240 oportunidades. Si bien
salía por buena conducta, no quería se libre ‘tal como es’, ‘para no volver a
sentir la necesidad de perseguir niños’. El debate ético en los EEUU giraba en
torno a si las autoridades públicas pueden o no acceder a sus deseos.
[3]
‘… Como todo hombre se ordena, como a su fin, a la sociedad entera, de la que
es parte, … puede suceder que la mutilación de un miembro, aunque redunde en
detrimento de todo el cuerpo, sirva, sin embargo, al bien de la sociedad, en
cuanto se impone a alguno como castigo para escarmiento de los pecadores. Por
consiguiente, así como el poder público puede lícitamente privar a uno
totalmente de la vida por ciertas culpas mayores, así también puede privarle de
un miembro por algunas culpas menores’ (Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 65,
1).
[4]
Por ejemplo, Pío XI en la Casti Connubii la declara ilícita ‘cuando no existe
culpa ni causa alguna de pena cruenta’.
[5]
Peinador, Moral Profesional, BAC, Madrid 1962, nº 636.
[6]
Cf. H. Bless, Pastoral Psiquiatrica, Ed. Razón y Fe, Madrid 1966, p. 282.
[7]
E. Sgreccia, Manuale di Bioetica, Ed. Vita e Pensiero, Milano 1991, T. II, p.
73.