Por el P. Juan
Jesús Priego
(Arquidiócesis
de San Luis Potosí, México)
Confesémoslo: hay personas que nos
incitan a la maledicencia. No las soportamos, y tan pronto como oímos que
alguien pronuncia sus nombres el estómago se nos revuelve y queremos cuanto
antes poner bien en claro lo que pensamos de ellas.
-¡Ah –decimos-, qué tipos más
abominables! ¿Cómo pueden soportar, aunque sea por un minuto, ser quienes son?
¡Yo me moriría de estar en su pellejo!
Claro que también nosotros vamos a
morirnos de estar en nuestro pellejo, pero de momento no queremos pensar en
ello. ¡Además, no es de nosotros mismos de quienes queremos hablar! Y, mientras
seguimos echando pestes, el semblante se nos descompone –la cara se nos pone
verde- y las manos comienzan a temblarnos de rencor.
Ahora bien, ¿qué hacen los demás, es
decir, los que pronunciaron aquellos nombres odiosos sólo por el gusto de ver
cómo reaccionábamos? Nada, ellos no hacen nada: simplemente se ponen a
escucharnos, risueños y divertidos. Tan bien conocen nuestra antipatía por esas
personas que, a veces, únicamente por vernos gesticular como gorilas sacan
dichos nombres a relucir. Dicen con fingida ingenuidad:
-Al que le ha ido muy bien en la vida es
a X. ¡Él sí que tiene suerte! ¿Se puede ser más afortunado en la vida? Por si
no lo sabes, en su oficina acaban de ascenderlo. ¡A él, que no te lee siquiera
los instructivos de las máquinas que compra! Y, ya que estamos hablando de
máquinas, ¿sabes que acaba de sacarse en una rifa un Audi?
Y luego hacen una pausa para que
entremos nosotros en acción y nos pongamos a decir lo que tanta hambre tienen
ellos de escuchar.
¡Pobres de nosotros! ¡Caemos en la
trampa con tanta facilidad! Yo mismo, en más de una ocasión, ¡con qué rapidez
he dado a conocer mis opiniones más personales al primero que pasaba! ¡Y cómo
me metí en líos por tan irresponsable ligereza! No es mentira decir que apenas
acababa de contarle algo confidencialmente a uno de estos advenedizos cuando ya
medio mundo sabía lo que acababa de decirle.
La experiencia me ha enseñado que así
hable con mi almohada o con la pared, muy pronto, mis revelaciones serán
sabidas por media humanidad. La palabra humana, apenas sale de la boca, se
desprivatiza y se pone a recorrer los mundos como un e-mail infectado de no sé
qué virus peligroso. ¡Cuántos problemas nos vienen a los hombres por no saber
estarnos con el pico cerrado! Por eso decía Chamfort (1741-1794), el célebre
moralista francés: «Prefiero que hagan calumnia de mi silencio a que la hagan
de mis palabras».
Hoy pienso que manifestar una opinión o
confiar un parecer es algo que exige altas dosis de prudencia. Y diré todavía
algo más que podrá parecer, si no atrevido, por lo menos despectivo: no todos
merecen nuestra sinceridad. A éste que le das lo más sagrado que posees, es
decir, tus pensamientos, ¿por qué se los ofreces a precio de rebaja, a coste de
saldo? ¿Quién es él? ¿Agradecerá tu claridad, o irá más bien a oscurecerla de
frente a tu adversario para congraciarse con él y hacerte quedar mal?
No creo que la advertencia sea
innecesaria: «¡Cuidado!». No todos merecen lo que tú esparces por el mundo a
manos llenas. Cristo mismo dijo que no había que echar las cosas santas a los
cerdos, y añadió que no todas las semillas suelen caer en buen terreno. Con
esto quiero decir que te reserves, que guardes silencio y hagas caso de lo que
dice Baltasar Gracián (1601-1658) en uno de los aforismos de su Oráculo manual:
«Se ha de hablar como un testamento, que a menos palabras, menos pleitos».
Un viejo libro publicado en Barcelona en
1913 –no se especifica en la portada el nombre del autor, y por eso no lo cito-
daba a sus lectores el siguiente consejo: «La verdad no siempre se puede decir,
y tampoco mucho de lo que se siente. Habla siempre bien de todos. Alaba o
calla. Cosas hay que se pueden y aún se deben hacer, pero no decir».
Las palabras que llevas dentro no se te
pudrirán en el pecho si allí las dejas; no son un pus del que tengas que
liberarte.
Aunque alguien te ponga los pelos de
punta, cállate. Es preferible que por el momento no digas nada acerca de esta
persona, ni bueno ni malo. Si dijeras algo bueno, sería hipocresía; si malo, te
dejarías llevar por el torrente de tus palabras (torrente, por lo demás, en el
que acabarás ahogándote, no lo dudes). Guarda silencio: es lo mejor. De este
modo, sin darte cuenta, tu tormenta interior amainará y tus sentimientos se
irán haciendo poco a poco más serenos y suaves.
Y, para terminar, un proverbio judío:
«Hijo mío, recuerda esto siempre: tus amigos tienen amigos; por lo tanto, sé
discreto».